Kimani Maruge y el genuino derecho a aprender
Kimani Maruge y el genuino derecho a aprender
«...Kimani Maruge, un veterano de Kenia, decidió, a sus 84 años, matricularse en el primer grado de una escuela rural a las afueras de Nairobi. Maruge es reconocido en El Libro Guinness de los Récords como el hombre que, con mayor edad, decide ingresar al sistema educativo. La imagen no deja de ser curiosa...»
Hace unas semanas tuve la oportunidad de escuchar una discusión sobre la reducción del presupuesto para la educación de los adultos, conocida también como tercera jornada. En medio del encuentro, a alguien se le ocurrió preguntar “¿Cuáles son las razones que tiene un gobierno para invertir en educación para adultos? —Continuó y justificó su pregunta diciendo que— Si tenemos en cuenta que las personas beneficiadas son mayores, es poco probable que el Estado recupere dicha inversión, por lo que carece de sentido gastar dinero en alguien que, en últimas, no garantizará ningún tipo de retribución a futuro.”
Esta inquietud, para mí, esconde todo un conjunto de presupuestos que son dignos de ser pensados o mínimamente revisados. Por un lado, la pregunta supone que la educación podría asumirse como una fuente en la que inviertes y te arriesgas, para que, luego de un tiempo más o menos prudente, puedas obtener algún beneficio.
Por otro lado, y quizá con cierto grado de crudeza, podemos deducir que el interrogante presupone que todos los estudiantes de la tercera jornada son personas mayores, al borde de la muerte. De acuerdo con la inquietud, al morirse, el gobierno habrá derrochado recursos que bien podrían haberse direccionado hacia personas no tan entradas en edad que, por lo menos, posean un poco más de tiempo para devolver el recurso invertido.
Muy al contrario de lo que subyacentemente presupone la pregunta, basta ir a una clase de estas para comprender cuan diferentes pueden ser los estudiantes que allí asisten, por lo que carece de sentido suponer que a la tercera jornada solo van hombres adultos a recibir las clases de matemáticas, filosofía o lengua castellana. Sin embargo, y aunque la inquietud parte de un presupuesto equivoco, vale la pena explorar las razones que tenemos los profesores para persistir en la tarea de educar a los adultos mayores; y a los adultos mayores en su obstinación por educarse.
En otras palabras, podríamos imaginar, por un momento, que a las aulas de la tercera jornada solo van personas mayores y preguntarnos si, bajo esas condiciones, merece mantener las puertas de las aulas abiertas y continuar invirtiendo en personas que, muy seguramente, no les alcanzará el tiempo para devolver y multiplicar el recurso que han recibido.
Kimani Maruge, un veterano de Kenia, decidió, a sus 84 años, matricularse en el primer grado de una escuela rural a las afueras de Nairobi. Maruge es reconocido en El Libro Guinness de los Récords como el hombre que, con mayor edad, decide ingresar al sistema educativo. La imagen no deja de ser curiosa; un anciano sacudido por años de guerra se sienta al lado de un grupo de niños y escucha con humilde atención la lección de matemáticas, mientras aprende a realizar operaciones con la ley de la sustracción. Casi 80 años separan a Maruge de los niños con los que aprende a leer y a escribir; más de medio siglo y una vida sin inocencia y sin educación apartan al anciano de sus alegres compañeros de clase. El anciano aparece en las fotos con una admirable obediencia, recibiendo las indicaciones de sus profesores, muy seguramente mucho menores que él.
Si abordamos la situación bajo un lente frío y calculador, el lugar de Maruge, en una escuela primaria, debió ser ocupado, no por un hombre en los últimos años de su vida, sino por un niño que estuviese apenas en la apertura de la vida, aprendiendo a forjar sus propios sueños y con unas fuerzas intactas para el trabajo y la producción. Sin embargo, merece la pena reflexionar sobre los argumentos que se sospecha esgrimió el anciano para matricularse en el primer grado de primaria y, quizá así, añadir otros tonos a aquel frío y monocromático cristal, según el cual solo debe invertirse en aquello que genere ganancias de acuerdo con los criterios que estipule cada Estado.
Según se cree, fueron dos las razones que tuvo el anciano keniano para ingresar a la escuela: quería aprender a leer la biblia porque tenía la leve sospecha de que la lectura que los sacerdotes hacían del libro sagrado no era del todo precisa. La otra razón tenía que ver con el hecho de que el Estado le debía una pensión como veterano y, para no dejarse engañar, él mismo tenía que calcular el dinero que le debían y para ello tendría, naturalmente, que aprender a sumar.
No sé cuáles son los criterios válidos para permitir que alguien ingrese o no al sistema educativo. A pesar de ello, creo que, desde la perspectiva de Maruge, absolutamente nadie puede decir que sus razones son inválidas. Querer aprender a leer la biblia o a contar monedas son argumentos suficientemente dignos, para que un hombre de 84 años tenga las puertas abiertas de una escuela y empiece, desde el primer grado, a estudiar.
Y es precisamente en este sentido que creo que la historia de Maruge cobra importancia; las razones que nos inducen a aprender pueden ser tan personales, como diversas. No obstante, todas tienen algo en común: por diferentes que sean, el más pequeño deseo de aprender justifica por sí mismo el derecho que todos, como seres humanos, tenemos a la educación. Todas las razones son válidas y no hay ninguna que no lo sea.
Me arriesgo a creer que, por más que se pula un argumento, no es posible esgrimir una razón legítima que le niegue a un ser humano el genuino derecho que tiene de aprender, de leer, de escribir, de sumar y, en general, de interpretar y conocer el mundo. Sin duda alguna, privar a un hombre del privilegio de conocer los secretos del universo es y será un imperdonable crimen contra el animal que, por naturaleza, lleva en su sangre el deseo íntimo de saber.
Nota
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