El precio del culto a la personalidad: adulación y sumisión
El precio del culto a la personalidad: adulación y sumisión
«Un pueblo que adopta dócilmente decisiones políticas contraintuitivas es un pueblo ignorante, pero leal y devoto al gran mito viviente —o pasado—. Esta enfermiza veneración está ligada a la ignorancia y pobreza de sus seguidores, que, debido a factores históricos, económicos o culturales, terminan rindiendo respeto a figuras de autoridad, a pesar de sus abusos. Como si el carisma de estos individuos creciera de forma proporcional al poder opresivo que ejercen, el líder carismático se convierte en el ídolo de un pueblo que olvida su dignidad y valores básicos en una sumisión destructiva».
El término «culto a la personalidad» fue acuñado y descrito en 1956 por el secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, Nikita Jrushchov, en un discurso denunciando a Iósif Stalin. Este define una adoración irreflexiva de un líder carismático que se eleva a dimensiones casi religiosas o sagradas. Con independencia de si esta «personalidad especial» termina destruyendo vidas inocentes o tomando decisiones políticas retrógradas en clara contravía a los derechos humanos, estas figuras logran consolidarse paradójicamente en sociedades que sufren los efectos de sus abusos.
Un pueblo que adopta dócilmente decisiones políticas contraintuitivas es un pueblo ignorante, pero leal y devoto al gran mito viviente —o pasado—. Esta enfermiza veneración está ligada a la ignorancia y pobreza de sus seguidores, que, debido a factores históricos, económicos o culturales, terminan rindiendo respeto a figuras de autoridad, a pesar de sus abusos. Como si el carisma de estos individuos creciera de forma proporcional al poder opresivo que ejercen, el líder carismático se convierte en el ídolo de un pueblo que olvida su dignidad y valores básicos en una sumisión destructiva.
Un círculo vicioso de dependencia y opresión revela el culto a la personalidad que no surge de manera espontánea. Este fenómeno es alimentado por la desesperanza y la falta de alternativas en sociedades que ven en los tiranos una «solución rápida» a sus problemas estructurales. Pero este proceso no se reduce a una obediencia simple, sino que requiere de una máquina de propaganda activa que construya y refuerce la ideología en torno a estos personajes, maximizando sus méritos hasta el punto de convertirlos en un «fetiche social». Este ídolo, venerado como un protector y, al mismo tiempo, un símbolo de castigo cumple una doble función: mantener el miedo y la reverencia, controlando a sus seguidores que prefieren la sumisión a la incertidumbre de rebelarse. Por otro lado, la falta de líderes éticos y competentes que impulsen una verdadera representatividad y justicia alimenta este fenómeno. La incompetencia de quienes intentan competir con estos «carismáticos» personajes deja a las masas en un dilema sin salida, forzándolas a elegir entre lo malo y lo peor.
Una palmaria manipulación mediática con el discurso del «héroe necesario» se repite de manera convulsiva. En Colombia, la existencia de estos personajes se consolida gracias a un séquito de seguidores, una legión que ama la pujanza y el carácter fuerte, y que le rinden una devoción cercana a la fe religiosa, a un amor sagrado y de orgullo regional que lleva a los fanáticos a justificar cada acto de su «héroe» ignorando sus abusos en nombre de una autoridad suprema. Es entonces que los medios de comunicación y las encuestadoras —rendidos al dinero—, juegan un rol crucial en fortalecer la imagen del líder omnipotente, manteniendo un discurso que los presenta como los «héroes indispensables» para tiempos de conflicto y crisis. Estas corporaciones, de indolentes voceadores, de lavadores de caras y de manipuladores de datos en encuestas, nunca se verán afectadas por las políticas del mejor cliente, sería como patear la lonchera, y al contrario los protegerá con reciprocidad a su cinismo. Todo autócrata actual sabe que, si hay algo más potente que la bota militar para mantener su dictadura, es el glamoroso afilado y alto tacón de los medios noticiosos. Ya como cualquier incompetente, recurrirá a la fuerza castrense como último recurso.
Lo que resulta sorprendente es ver a personas educadas, cultas, y hasta profesores universitarios, sufriendo la misma «contaminación ideológica» que aquellos de menos recursos y formación. La alienación mental se vuelve transversal, afectando tanto a los humildes como a los intelectuales, quienes, desde una posición de privilegio, justifican o ignoran los abusos del «héroe» aferrándose a una ficción que convierte sus defectos en virtudes y sus promesas incumplidas en aspiraciones eternas. En consecuencia, el déspota explota esta devoción, «inflando su ego y sublimando su figura», manteniendo así un férreo control de las mentes y una seductora atracción sobre quienes se vuelven ciegos a la verdad
Los falsos ídolos del poder han sido por siempre una mentira histórica repetida. Curiosos personajes que se otorgan a sí mismos títulos rimbombantes, tales como el benefactor de la nación, el excelentísimo, el comandante-compañero, el benemérito, el supremo o el gran colombiano, llenando sus propios egos con falsos honores que les otorga un poder simbólico, pero profundamente irreal. Idi Amin —Uganda—, y esto es cierto, se hacía llamar «señor de todas las bestias de la tierra, de los peces del mar y conquistador del imperio británico». Este es el calibre de estos sociópatas megalómanos, que se dejan venerar como al César o faraones usando la mística de su cargo para deslumbrar y someter.
Figuras como Franco «caudillo de España por la gracia de Dios» o Hitler con el infame saludo ¡Heil Hitler!, o personajes más cercanos como «el chivo» Trujillo, Castro, Perón y su compañera Evita —el amor de los descamisados—, filántropa que coleccionaba diamantes, pero no precisamente para su pobre y ciego pueblo; o el propio Pinochet, construyeron una veneración simbólica, una manipulación ideológica, haciéndose dioses terrenales. En nuestra patria vivimos ese oprobio con miles de jóvenes mal parados y quizás no sembrando café. Estos tiranos construyeron una «religión política» a su alrededor, que convirtió sus errores en infalibles y sus fracasos en «misterios divinos» que sus legionarios debían aceptar sin cuestionar.
El efecto de estos autoproclamados en la psique colectiva es devastador. La psicología de masas —Bychowski—, sugiere que los pueblos que padecen crisis estructurales e impotencia regresan a un estado casi infantil, buscando un «padre salvador» que los proteja y a quien pueden admirar fanáticamente. Esta dependencia mental y emocional los lleva a venerar al líder-Dios que, en sus mentes, asume una responsabilidad paternalista que ellos mismos no pueden asumir. La lealtad que se les exige los devuelve a una «inocencia patológica», una relación simbiótica entre líder y masa que perpetúa la miseria y la ignorancia.
Si algo puede romper este círculo vicioso, es una sociedad responsable que cuestiona y desecha a aquellos que representan «valores totalitarios y regresivos». Educación y pensamiento crítico se vuelven fundamentales contra estos fenómenos. Hay que rechazar figuras que prometen «progreso», cuando, en realidad, buscan arrebatar, taimadamente, derechos conquistados como salud, pensiones, salarios dignos, y justicia social. No dejarse inocular amnesia sobre el contrato social y su hondura, cuando se manda a acabar con la enseñanza de la catedra de historia en los colegios.
Se requiere una ruptura con la sumisión mítica, reemplazando la devoción ciega por una autocrítica firme contra la adoración y el seguimiento incondicional: esto no es sinónimo de progreso. Un pueblo que acepta sin cuestionar se convierte en cómplice de su propio martirio, sin despertar la dignidad y la construcción de un futuro libre de figuras paternalistas y «líderes divinizados». Hay un largo camino por recorrer aun, ya que los países quedan políticamente contaminados de cargos que ocupa los opositores, siempre obstaculizando el progreso de su pueblo y replicando un culto acrítico que raya en lo ridículo: Alabar la mano oculta que jalona hilos en la penumbra, dirigiendo soterradamente una legión clasista, aporofóbica e indolente con sus votantes. Seguir votando por ellos, dejándose comprar por miserias en las elecciones, es simplemente pegarse un tiro en el pie.
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