Y un día Trump tuvo razón: adiós al globalismo
Y un día Trump tuvo razón: adiós al globalismo
«Trump pasará a la historia como algo que ni él puede imaginar: un antihéroe inesperado, el accidente que corrigió el rumbo. El idiota útil del colapso. En un mundo en el que los sabios fallaron, tal vez era necesario un tonto con poder para patear la mesa. El hombre más vilipendiado del "establishment", convertido —por accidente— en el catalizador del final del juego. Un destructor involuntario de la maquinaria imperial, cortando el cordón umbilical de la hiperdependencia. Y, sin saberlo, le hace un favor a la humanidad: la obliga a repensarse desde lo local, lo sostenible, lo tangible».
Trump, villano de manual, caricatura viva del narcisismo político, puede estar protagonizando una de las jugadas más determinantes del siglo sin siquiera entenderlo del todo: la atomización del mapa. Sin querer, abrió una posibilidad que ni las izquierdas ecologistas ni los viejos anarquistas supieron concretar: debilitar la globalización salvaje y forzar, por vía del aislamiento, una reconfiguración del mundo. En su afán nacionalista y proteccionista de la competencia, impone aranceles, mina tratados y levanta muros comerciales, sembrando las semillas de una transformación del sistema económico global. Lo que se me antoja irónico y poético.
Lo que parecía una serie de berrinches terminó revelando una veta subterránea: el modelo globalista está roto. La hiperdependencia entre naciones, los flujos interminables de mercancías y la colonización financiera, están sentenciados bajo su visión. Cuando las cadenas de suministro fallan, quedó en evidencia un castillo de naipes frágil que da paso a la disrupción geopolítica. Un mundo que construimos para el intercambio y que se olvidó de la autosuficiencia. Lo que Trump está provocando no es un retroceso, sino un retorno. Uno a lo local, a lo gestionable, a lo tangible: uno que quiebra eras históricas. Volver a la escala humana, esa que ya no persiga la eficiencia como fetiche, sino la resiliencia como meta.
Si el aislamiento arancelario forzara a los países a mirarse hacia adentro, podríamos ver surgir una nueva era de autarquías: pequeñas economías regionales organizadas no por la avaricia financiera, sino por la urgencia del sostenimiento. Ya no habría espacio para el delirio de exportar frutas por avión o traer plástico de cinco continentes. El comercio perdería sentido cuando su huella ecológica supere su valor. El Canal de Panamá, ese símbolo de la glotonería imperial, quedaría como una ruina elegante… como los acueductos romanos.
Las naciones tenderían a especializarse según su bioregión: unas se volverían tecnológicas, otras agrícolas —casi monásticas—, algunas mixtas. Las élites globales que hoy manipulan los mercados —Bilderberg, Davos, la banca, Wall Street, el FMI, la Ocde y los oligopolios— caerían en irrelevancia o en guerra interna. Perderían el control sobre decisiones locales. Si se interrumpe el circuito financiero global, colapsan las reglas del último siglo, su radio de poder se extingue. Si no hay «mercado global» que manipular, ¿qué sentido tiene una tasa de interés o una calificación crediticia? Quizás las curvas productivas tocan techo y esta no es una crisis financiera más, sino el límite físico de la civilización industrial: suelos agotados, acuíferos secos, minerales imposibles de seguir extrayendo.
La inflación, la recesión, la burbuja, todas esas abstracciones macroeconómicas dejarían de tener sentido en un entorno en el que cada comunidad produce lo que consume y se autorregula. Las criptomonedas se derrumbarían si la confianza global desaparece. El dinero mismo podría redefinirse: una acumulación, sino un intercambio real.
Y en medio de todo esto, China, con su modelo de consumo masivo, se enfrentaría a un dilema: reducir su demografía o hundirse intentando alimentarlos. Si el eje de la economía no es la «mano de obra barata» ni el consumo masivo, ¿para qué tantos habitantes? La autarquía no se impone con decretos, sino con límites físicos. Países como India y Brasil tendrían que elegir también.
El colapso global traería un reacomodo económico y demográfico. La migración masiva se reduciría. Las poblaciones tenderían a estabilizarse porque nadie querría tener hijos que no pueda alimentar. Sería una transición no forzada por ingeniería social —políticas de natalidad—, sino por la reconfiguración del deseo, que no seguiría la lógica del mandato. En este nuevo orden mundial sin orden global, los vínculos serían más comunales, los sistemas políticos más horizontales, y el conocimiento volvería a distribuirse con sentido local.
Paradójicamente, un magnate estadounidense de ultraderecha que se burlaba del cambio climático, podría estar abriendo la puerta a un mundo con menos vuelos, barcos, CO₂, colonización y sobreproducción. Un mundo más lento, más local, menos concentrado, menos espectacular… no por sabiduría, sino por desconfianza y torpeza. Aquel que quiso hacer grande su nación, acabaría siendo —sin quererlo—un Quijote ciego que tumba molinos que resultan ser verdaderos monstruos. El héroe que desarma al villano que él mismo encarna, no por un liderazgo consciente, sino por una sucesión de errores providenciales.
Ahora bien, la continuidad de un modelo actual solo nos llevara a la intensificación del colapso: más guerras, migraciones desesperadas y crisis provocadas por una banca algorítmica. La distancia entre ricos y pobres se haría aún más obscena, la democracia más disfuncional, el planeta más inhabitable. Las burbujas tecnológicas seguirían prometiendo soluciones que solo enriquecen a sus accionistas.
Si no, eso espero, el sistema capitalista no va a ser derrocado por alguna rebelión, sino por esta torpeza estructural que lo obliga a desarmarse. Y en ese desarme, las naciones autárquicas, frugales y resilientes podrían emerger como islas. No será un paraíso, por supuesto, somos humanos, pero al menos, libres de una élite global diciéndonos qué consumir, a qué temer y a quién odiar. Podríamos equivocarnos a nuestra propia escala.
Trump pasará a la historia como algo que ni él puede imaginar: un antihéroe inesperado, el accidente que corrigió el rumbo. El idiota útil del colapso. En un mundo en el que los sabios fallaron, tal vez era necesario un tonto con poder para patear la mesa. El hombre más vilipendiado del establishment, convertido —por accidente— en el catalizador del final del juego. Un destructor involuntario de la maquinaria imperial, cortando el cordón umbilical de la hiperdependencia. Y, sin saberlo, le hace un favor a la humanidad: la obliga a repensarse desde lo local, lo sostenible, lo tangible.
Un hombre que ha sido símbolo de arrogancia, xenofobia, y nacionalismo extremo —y que muchos catalogan como incendiario verbal— resulta promoviendo, tal vez sin proponérselo, una guerra que no se libra en trincheras, sino en tableros de cifras, en puertos cerrados, sanciones, aranceles y vetos comerciales. Una guerra de mercados, no de sangre. En lugar de tanques, impuso tarifas. En vez de bombardear, encareció. Y con ello, aunque fuera por cálculo electoral, estratégico o capricho mesiánico, dejó expuesta la fragilidad del sistema que sostiene los imperios: uno que necesita flujos, rutas, tratados, puertos, y sobre todo, sumisión económica.
Terminó sembrando una pregunta fundamental sobre los modelos de dependencia global. ¿Qué tanto necesita cada país del otro para sobrevivir? ¿Y qué pasaría si cada uno volviera a mirar hacia dentro? Es casi como si un impulsivo agitador hubiera encendido, sin querer, la mecha de un replanteamiento civilizatorio. ¿Puede una guerra sin balas ser más efectiva que una con misiles? ¿Puede el caos económico global abrir paso a una organización más local, sostenible y descentralizada? Lo irónico es que, viniendo de quien viene, esto no se percibe como un plan pacifista ni como una visión ecológica... pero el resultado, si se continúa, bien podría ser un cambio en la forma como entendemos la política, la geografía económica y la misma idea de imperio.
Lo que subyace a todo esto es una humanidad que apenas empieza a sospechar que quizás la felicidad no está en tener más, sino en necesitar menos. Que Trump —tan lejos de la ética, la ciencia o la ecología— termine funcionando como acelerador de una ruptura necesaria, que nos obliga a dejar de pensar la historia en blanco y negro.
Plus: A veces las verdades emergen no por iluminación, sino por colisión.
- * Investigador en ciencias de la salud y observador de asuntos globales.
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