Harvard, Trump y el fascismo
Harvard, Trump y el fascismo
«El gobierno de Trump, al pretender dictar lo que las universidades pueden enseñar, a quién pueden admitir y contratar, y qué áreas de estudio e investigación pueden desarrollar, no solamente destruye el sentido más profundo de los valores humanistas de la autonomía universitaria y la libertad académica, sino que así avanza en el proceso de transformación de las instituciones del Estado en la dirección de un modelo neofascista del Estado. (...) Trump está buscando que los ciudadanos renuncien a la democracia, a la defensa de los derechos y libertades fundamentales, al equilibrio de poderes y al sistema de frenos y contrapesos entre los poderes del Estado».
En el artículo publicado por Jürgen Habermas, en el periódico alemán Suddeutsche Zeitung, «Un llamado a Europa», afirma que el nuevo tipo de gobierno autoritario que lidera Donald Trump «no se parecería en nada al fascismo que conocemos de la historia». En EE. UU., continúa el filósofo alemán, «no vemos cohortes uniformadas marchando, sino vida normal. La prensa sigue estando parcialmente adaptada, pero no sincronizada. La resistencia inicial sigue desarrollándose en las universidades y en otros ámbitos culturales» (SD-22/03/25).
No alcanzó a escribir esto el filósofo alemán cuando tres semanas después el gobierno de Trump, en una comunicación dirigida al rector de la Universidad de Harvard, lanzó un ataque directo a esta universidad y al conjunto de las universidades de los Estados Unidos, que, basadas en su autonomía e independencia, garantizadas por derechos constitucionales y civiles, han cuestionado las políticas del presidente Trump tanto en el ejercicio de la primera presidencia como en esta segunda.
El ataque consistió en romper los acuerdos del gobierno federal con Harvard: congeló más de 2.200 millones de dólares en subvenciones, contratos y financiamiento para grandes proyectos de investigación. Lo hizo basándose en acusaciones de antisemitismo en el campus y en críticas por la supuesta falta de acción de la universidad ante discursos considerados antisemitas.
A partir de esta acusación deriva la propuesta —que puede interpretarse como expresión de una política fascista— de una profunda reestructuración de esta universidad, que se extenderá a otras, la cual incluye, como escribe el rector de Harvard, Alan M. Garber, «la exigencia de "auditar" las opiniones de nuestro alumnado, profesorado y personal, y de "reducir el poder" de determinados estudiantes, profesores y administradores por sus opiniones ideológicas».
De este modo, el gobierno de Trump, al pretender dictar lo que las universidades pueden enseñar, a quién pueden admitir y contratar, y qué áreas de estudio e investigación pueden desarrollar, no solamente destruye el sentido más profundo de los valores humanistas de la autonomía universitaria y la libertad académica, sino que así avanza en el proceso de transformación de las instituciones del Estado en la dirección de un modelo neofascista del Estado.
Pero al decir neofascista, se hace necesario poner esto en un contexto más amplio: Trump está buscando que los ciudadanos renuncien a la democracia, a la defensa de los derechos y libertades fundamentales, al equilibrio de poderes y al sistema de frenos y contrapesos entre los poderes del Estado. Todo esto lo está haciendo mediante el uso de falsedades, invectivas personales, xenofobia, temores de seguridad nacional, racismo, explotación de la inseguridad económica y una búsqueda interminable de chivos expiatorios.
Trump renunció al acuerdo de París sobre el cambio climático; está implementando un programa de expulsión de migrantes no legalizados mediante métodos crueles e inhumanos, como sucedió en el caso de la deportación de 238 venezolanos a las cárceles de Bukele en El Salvador, a los que la administración republicana acusa, sin ningún tipo de proceso judicial, de ser miembros de la organización delictiva Tren de Aragua. Y frente a esta decisión, además, la Casa Blanca desobedeció la orden del juez de distrito Boasberg, del circuito de Washington, que prohibió esta deportación y ordenó el regreso de los aviones que los transportaban. El gobierno violó en este caso judicial de forma descarada la Constitución de los Estados Unidos e ignoró una orden judicial. ¿No es esto fascismo?
Cuando Hitler llegó al poder se estableció que el estado totalitario surge a partir de la exigencia de que todo el poder debe ser concentrado en las manos del presidente. El estado totalitario fue descrito como un orden de dominación y una forma de comunidad de un pueblo. Era antidemocrático porque la democracia, con su noción de identidad entre gobernantes y gobernados, socavaba la necesaria autoridad del liderazgo. El liderazgo, argumentaron los fascistas, no es delegado por el pueblo. La autoridad se basa en un rango y es válida independientemente de la voluntad de las personas, ya que estas no la conceden, como lo hace la democracia representativa a través del voto y la elección de los representantes, sino que la reconocen a través de la comunicación directa entre el líder y el pueblo, escribió Franz Neumann.
El fin del estado totalitario, escribió Goebbels, debe ser impregnar todos los ámbitos de la vida pública. Así, hizo hincapié en la necesidad de una autoridad absoluta, de un gobierno fuerte que no se viera obstaculizado por personas, grupos, clases, estados, partidos o el parlamento. Por medio de la teoría del estado totalitario, y en contraste con la pluralista y federalista República de Weimar, Hitler implementó el control absoluto de las actividades del estado federal, provincial y municipal, lo cual fue concretado mediante una serie de disposiciones legales que se ocuparon de todos los detalles necesarios del control de la vida pública. En suma, de los elementos clásicos del fascismo que Trump implementa en sus políticas tenemos la idea de la concentración del poder en el presidente, la actitud antidemocrática, el control absoluto de todas las actividades del Estado, el desconocimiento de la Constitución y de los derechos humanos de la población migrante.
Es cierto, como escribe Enzo Traverso, que «la retórica militarista imperialista de Mussolini, Hitler y Franco ya no tiene vigencia en nuestros días, debido a transformaciones históricas mundiales del contexto general» (2018) y es verdad, como afirma Habermas, que el nuevo tipo de gobierno autoritario que lidera Donald Trump «no se parecería en nada al fascismo que conocemos de la historia». Pero, realmente no cabe duda de que este gobierno está actuando con rapidez y que se dirige hacia la estructuración de un régimen fascista y de una política global de signo fascista, si la misma sociedad norteamericana no puede detener su avance, oponiéndose y criticando, como lo hizo de forma ejemplar la universidad de Harvard.
El giro hacia el fascismo y a otras formas de política de ultraderecha se está extendiendo en el mundo entero, buscando construir una sociedad diferente, una sociedad más autoritaria, más conservadora, nacionalista y cerrada, que toma prestadas las ideas y estrategias de la derecha fascista que dominó en Alemania, Italia, Japón y España, desde 1930 hasta el final de la Segunda Guerra, y que está construyendo una alianza entre los poderes económicos de la ultraderecha europea y norteamericana —Trump, VOX, Orbán, Meloni, Le Pen, Sebastian Kurz y Netanyahu— para sostener y profundizar un modelo de capitalismo —postneoliberal— basado en la sobre explotación de los recursos naturales y minerales, en la mayor explotación de los trabajadores, en los controles migratorios para impedir la entrada de los más pobres provenientes del sur global y en el aumento de la riqueza para los más ricos.
A esta ultraderecha se le han unido líderes latinoamericanos como Javier Milei, Jair Bolsonaro, José Antonio Kast, Dina Boluarte, José Raúl Mulino, y Daniel Noboa. Nayib Bukele merece un comentario aparte. Sus cárceles, con millares de personas encadenadas, semidesnudas, amontonadas, son la expresión contemporánea de los campos de concentración del nazismo. Bukele goza del apoyo y soporte económico de Trump para realizar, fuera de los Estados Unidos, graves violaciones de los derechos humanos que él mismo no quiere implementar en su propio territorio.
Esto nos permite concluir, «que el nazismo y el fascismo no han muerto ni desaparecido en nuestra vida porque constituyen el dispositivo de poder que sirve de modelo a los poderes soberanos del presente» (Villacañas, 2024). Los poderes soberanos del presente son los que hoy están incorporados en los nuevos campos de exterminio: los que Israel ha creado en Gaza, las fronteras cerradas en el norte global a la migración proveniente de los más pobres del mundo y las megacárceles de Bukele. ¿Qué nos queda? Parafraseando a Sartre: «Estados Unidos ha dado un zarpazo a nuestros continentes; hay que acuchillarle las garras hasta que las retire».
- Esta columna fue publicada en el sitio web La Silla Vacía, el 23 de abril del 2025.
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