Imperios y vasallajes: el tamaño sí importa
Imperios y vasallajes: el tamaño sí importa
«Los imperios no caen de un día para otro: se descomponen. No los derriba un enemigo, sino su obsesión por controlar lo que ya no pueden. Se infartan por su obesidad. EE. UU. vive ese declive: mantiene su fuerza militar, pero ha perdido legitimidad, inspiración y liderazgo moral. El colapso hegemónico no es el fin del poder, sino su vaciamiento de sentido».
En la historia del poder, el tamaño nunca ha sido garantía de sabiduría ni de permanencia; los imperios que se sintieron invencibles cayeron con estruendo. Hoy, el hegemón estadounidense ignora una lección histórica: el mundo no es un tablero unipolar ni un campo de saqueo.
Estados Unidos opera 750 bases en 80 países, con 40 000 soldados solo en Medio Oriente —Departamento de Defensa—. No es altruismo ni seguridad colectiva: es codicia imperial disfrazada de «libertad» e intereses geoestratégicos. Su maquinaria bélica erosiona sus finanzas, su legitimidad global y hasta el bienestar de su población.
China, India, Irán y Rusia, lejos del expansionismo clásico, consolidan sus espacios —con tensiones internas—, fortalecen alianzas —BRICS— y buscan autosuficiencia tecnológica. No es casual: responde a tradiciones históricas de grandeza no imperial.
Zheng He, almirante Ming (1405–1433), navegó a África con 300 barcos. Portaba regalos, no armas: su objetivo era prestigio diplomático y rutas comerciales, nunca conquista. Sus viajes tenían como objetivo fortalecer el prestigio de la dinastía Ming. Este modelo de poder no violento contrasta con los colonialistas europeos —españoles, portugueses, británicos, holandeses—. Aunque el aislamiento posterior enterró su legado, la comparación con el expansionismo occidental sigue siendo inevitable.
De Roma a EE. UU., el imperialismo occidental sigue el mismo guion: expandirse hasta colapsar. Como Roma, que sucumbió a su propia ambición descontrolada, EE. UU. hoy estrangula a Europa mediante la Otan —convirtiendo aliados en vasallos, imponiendo sanciones autodestructivas y aniquilando su autonomía económica—. Ningún imperio ha vencido a pueblos que, aunque desarmados, defendieron su identidad con uñas y dientes. La historia demuestra que los imperios caen por dos fuerzas: su propia pesadumbre y la resistencia cultural. Persas y romanos pagaron caro esta lección.
Bajo Ciro II el Grande, el Imperio Persa alcanzó una extensión sin precedentes, consolidado mediante una administración tolerante con religiones y costumbres locales. Pero su ambición lo llevó a enfrentarse a los masagetas, cuyo rechazo al vasallaje terminó costándole la vida. Ciro subestimó a un pueblo que prefería morir antes que someterse. Luego, Jerjes I intentó expandir el Imperio Persa hacia Grecia, pero las polis, pese a sus divisiones, resistieron en Salamina y Platea. Esa negativa no solo impidió su sometimiento, sino que forjó su identidad frente al «otro» oriental. La derrota marcó el fin del impulso persa por conquistar Grecia por la fuerza.
Roma heredó la ambición expansiva de los persas y también su destino: la caída por sobreextensión —imperios mórbidos—. Al convertir el Mediterráneo en su «mare nostrum», incorporó vastos territorios como Hispania, la Galia o Judea, pero cada conquista generó nuevas resistencias de pueblos que no aceptaban ser tributarios ni «civilizados» a la fuerza. Ni la represión logró apagar del todo la resistencia judía, cuya revuelta (66–73 d. C.) dejó un legado espiritual irreductible. En el norte, los pueblos germánicos, desdeñados como «bárbaros», acabaron por derribar al imperio: en 476 d. C., Odoacro depuso a Rómulo Augústulo, marcando el colapso de Roma en Occidente.
Los imperios pueden tomar tierras, pero no siempre doblegar espíritus. Donde hay cultura, lengua y cohesión, hay resistencia: Grecia desafió a Persia, y los pueblos del norte a Roma. En ambos casos, el rechazo al vasallaje no solo frenó la expansión, sino que erosionó al imperio desde dentro y desde fuera.
El Plan Marshall reconstruyó Europa después de la segunda guerra mundial, pero la subordinó al dólar y a la seguridad de EE. UU. La Otan, creada para contener a la URSS, no se disolvió tras 1991; se expandió hacia el este, incumpliendo promesas hechas a Rusia. Desde 1999, catorce países del antiguo bloque soviético se integraron a la Alianza, violando el acuerdo de «ni una pulgada al este» prometido a Gorbachov. No fue un error: fue la estrategia de Washington para cercar a Rusia.
Tras Fukushima (2011), Alemania abandonó la energía nuclear y apostó por el gas ruso del Nord Stream. Pero en 2022, presionada por EE. UU., paralizó el Nord Stream 2 y, tras el sabotaje del Nord Stream 1 —atribuido a intereses occidentales—, terminó comprando Gas Natural Licuado —GNL— estadounidense al doble de precio. El costo del vasallaje energético. La paradoja es cruel: Europa renunció al gas ruso —económico y eficiente— por uno estadounidense más caro, inestable y contaminante. Hoy Alemania importa GNL, construye terminales y paga su sumisión geopolítica.
Con leyes como la IRA (2022), EE. UU. subsidia solo a empresas que produzcan en su territorio, incentivando la fuga industrial europea. Funcionarios del bloque lo ven como competencia desleal. Hoy, la hegemonía ya no se impone con tropas, sino con dólares, gas y normas que someten sin disparar. Ahora pretende hacerlo con una guerra arancelaria.
Europa ya no toma decisiones soberanas en política exterior. En el conflicto de Ucrania, sus sanciones a Rusia se alinean con los intereses de Washington, aunque impacten directamente en sus propias economías. Sus industrias migran, su energía se encarece, y su autonomía se disuelve. No son colonias en sentido clásico, pero lo son en la práctica: dependen, obedecen, piden su protectorado y callan.
Ante una economía estancada y subordinada, la Unión Europea y la Otan han redoblado su apuesta por la industria armamentista, presentando cada conflicto como una «oportunidad estratégica». Las guerras ya no se lamentan: se celebran como motores de inversión, cohesión militar y estímulo fiscal. Así, el belicismo se convierte en política económica, una forma cínica de escapar de la recesión a la que las arrastró su dependencia del hegemón. En lugar de construir paz, parecen preferir un mundo incordiado que justifique más gasto, más armas y menos soberanía.
Los imperios no caen de un día para otro: se descomponen. No los derriba un enemigo, sino su obsesión por controlar lo que ya no pueden. Se infartan por su obesidad. EE. UU. vive ese declive: mantiene su fuerza militar, pero ha perdido legitimidad, inspiración y liderazgo moral. El colapso hegemónico no es el fin del poder, sino su vaciamiento de sentido.
Mientras las naciones sigan ignorando que son producto de migraciones y mestizajes, persistirán en una lógica territorial primitiva. Hemos llevado la agresividad del chimpancé dominante a una escala tecnológica absurda y cruel, haciendo de la política internacional una guerra encubierta por discursos diplomáticos. El saqueo imperial y la imposición cultural no solo arrasan naciones: degradan la salud mental colectiva de una humanidad cada vez más temerosa, fragmentada y desorientada.
El modelo del turismo es el antídoto silencioso contra el miedo imperial. Cada año, millones descubren que más allá de las diferencias hay hospitalidad, respeto y convivencia genuina. Lo que los ejércitos y cancillerías no logran, lo consigue un viajero que respeta y un anfitrión que acoge. Si la gente común puede convivir sin dominar, ¿por qué los Estados insisten en temer? Si somos capaces de celebrar lo diferente cuando cruza nuestras fronteras con una cámara en la mano y no con un pasaporte diplomático, ¿por qué no pensar en una política basada en la misma premisa? Recibir sin miedo, compartir sin imponer, convivir sin dominar, negociar sin esclavizar.
El mundo es demasiado grande —y demasiado hermoso— para que lo sigan dirigiendo y fraccionando quienes solo saben contar tropas, medir PIB o trazar líneas imaginarias con amenazas reales. El tamaño sí importa, pero no en términos de poder, sino de capacidad para convivir. La historia nos lo advierte. Tal vez sea hora de escucharla.
• * Investigador en ciencias de la salud y observador de asuntos globales
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