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De agravios y otras incomodidades

30/04/2019
Por: Juan David Muñoz Giraldo, estudiante Facultad de Derecho y Ciencias Políticas, UdeA

« ...no es tarde para arrojar una mirada crítica sobre el modo como nuestras sociedades rindieron honores excesivos a su componente europeo, negándose a aceptar el legado de las civilizaciones indígenas y negándose a valorar el complejo, delicado y definitivamente salvador aporte de los hijos de África....»

En su intervención en el VIII Congreso Internacional de la Lengua Española, llevado a cabo el pasado mes de marzo en Córdoba, Argentina,  Mario Vargas Llosa se refirió a la controversia, producto de la carta que envió el presidente de México a España y al papa Francisco.

En un apartado de su discurso se refiere Vargas Llosa: «a las violencias de la conquista», y es preciso decir que «violencias» las hay de muchos tipos; su carácter abstracto es su virtud y su defecto, pero, sobre todo, la manera sutil de no comprometerse políticamente, porque hay palabras que comprometen a pesar de ser justos con la historia; por ejemplo, esto de llamar a aquellas «violencias», «atrocidades» o «genocidios».

Es claro que al  Marqués de Vargas Llosa no le convenía ponerse del lado de los «conquistados», sabiendo que estaban presentes sus majestades. Me pregunto qué sintió cuando minutos antes, su rey, Felipe Vl, en su discurso inaugural, llamó a Jorge Luis Borges, José Luis Borges (evidentemente no fue un lapsus linguae). De modo que no se sabe qué es peor, si cuando las palabras esconden o cuando delatan.

Y es apenas natural que su elocuencia se despliegue en eufemismos al hablar del tema de la «Conquista» o, mejor, de la sanguinaria invasión española, pues con sus majestades presentes su discurso no fue más que una apología de la casa monárquica. Cuesta creer que un descendiente de Atahualpa, con la sangre roja del inca, sueñe con tener la sangre azul de los Borbones, y en su discurso cite a Sor Juana Inés de la Cruz, quien llamó a los años de la Colonia, «años rudos»; ¿años rudos a la destrucción de las Indias, como la denominó Bartolomé de las Casas, cuando «en el sur de los Andes bolivianos, en una montaña de plata sagrada para los incas, murieron en promedio setenta y cinco indios cada día durante trecientos años»? (Davis, 1996). No es necesario describir los sucesos que ha documentado con precisión la historia, pero lo menos que puede decirse de la Colonia es que fue ruda.

Pero, no quiero ocuparme exclusivamente de cuestionar al Marqués. Reconozco que es la lengua uno de los pocos hechos rescatables de esta historia, que si bien no es la misma que trajeron hace quinientos años los colonizadores, tampoco es tan distinta. Y hay que reconocer que en función de esa empresa, que en principio no significó un mestizaje cultural, sino una imposición ―a la manera de Dussel (1994), un Encubrimiento del otro, se perdieron valiosísimos dialectos que dialogaban con este mundo desde hace miles de años. Sin embargo, después se fueron imbricando culturas, se fueron filtrando palabras y, como dice Neruda en un bello poema:

Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías… Pero a los conquistadores se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí, resplandecientes… el idioma. Salimos perdiendo… salimos ganando. Se llevaron el oro y nos dejaron el oro. Se llevaron mucho y nos dejaron mucho… Nos dejaron las palabras.

Y no solo nos dejaron las palabras; del mismo modo que Roma fue seducida por Grecia, los españoles fueron seducidos por un mundo que dio origen a cientos de mitos y leyendas, ciudades de oro, bosques de canela, hombres sin rostro, etc.  Lo que América significó para España, más que la riqueza material fue la renovación de su concepción de mundo.

La lengua misma se vio transformada, como afirmó William Ospina en su discurso al recibir el premio Rómulo Gallegos: «el momento de madurez clásico de la poesía castellana, coincide con la Colonia», con la escritura de Elegías de varones ilustres de Indias, de Juan de Castellanos, un poema de 113.609 versos, que lo convierten en el poema más extenso de la lengua castellana, y no por ello el más valioso, sino por la tarea inconmensurable de cantar el Nuevo mundo, no desde un poema español, sino desde un lenguaje que empezó a ser América.

Pero nunca conoceremos la dimensión de la riqueza que perdimos. Si el aprendizaje de una cultura pasa por el aprendizaje de la lengua, es claro que la riqueza cultural de los pueblos originarios de América ha sido borrada, como lo muestran los pocos códices prehispánicos de Mesoamérica que aún se conservan o las pocas lenguas o dialectos que aún luchan por sobrevivir, como aquel que removió la teoría lingüística, porque no tenía tiempos verbales y sus hablantes vivían en un eterno presente, preocupados solo por el aquí y el ahora, cuya historia fue contada por un misionero católico que fue a evangelizarlos y terminó siendo ateo.

Wade Davis cuenta en su extraordinario relato, El Río, que su compañero de viaje y amigo Timothy Plowman le dijo en una ocasión: « Hay una tribu en el Uruguay, del grupo guaraní, cuya palabra para alma era “el sol que está adentro”. Al amigo le decían “mi otro corazón”. Perdonar era la misma palabra que olvidar. No tenían escritura, y cuando vieron por primera vez el papel, lo llamaron la piel de Dios, solo porque uno podía enviar mensajes con él».

Quiero terminar con unas palabras de William Ospina, porque, al igual que él, creo que no es tarde para arrojar una mirada crítica sobre el modo como nuestras sociedades rinden todavía homenaje y honores excesivos a su componente europeo; sobre todo, a la manera en que se cuenta la historia y se ha entendido hasta ahora:

Creo que es necesario afirmarnos en nuestra memoria indígena milenaria, en la sabiduría de esas lenguas que dialogaron aquí durante miles de años con el territorio, con el clima, con la vegetación, con el cielo. Pero creo que es también necesario afirmarnos en nuestra particular condición de europeos, enriquecida para siempre  por todos los aportes de la historia.

Y si bien es tarde para decirle a Colón que no desembarque, no es tarde para arrojar una mirada crítica sobre el modo como nuestras sociedades rindieron honores excesivos a su componente europeo, negándose a aceptar el legado de las civilizaciones indígenas y negándose a valorar el complejo, delicado y definitivamente salvador aporte de los hijos de África.  


Nota

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