Z7_89C21A40L06460A6P4572G3304
Clic aquí para ir a la página gov.co
Emisora UdeA
Z7_89C21A40L06460A6P4572G3305

Opinión

Z7_89C21A40L06460A6P4572G3307
UdeA Noticias
Z7_89C21A40L06460A6P4572G3386
Opinión

Versalles Tropical: intrigas palaciegas

03/06/2025
Por: Luis Miguel Ramírez Aristeguieta. Profesor de la Facultad de Odontología de la UdeA*

«En esta pobre imitación de Versalles, las palabras no describen la realidad; la encubren. Un «distinguido congresista» suele ser un tipo cuya única distinción es haber evadido a la justicia con elegancia. Como los parásitos de Versalles, hoy son congresistas. Su ideología es un disfraz; su único principio, el oportunismo... la «prebenda». Se critican recíprocamente tanto «progres» como «fachos» pero gobiernan igual, y lloran por los humildes mientras sus hijos estudian en el exterior».

Esta patria es indescriptible: un salón de espejos rotos donde cada reflejo devuelve una caricatura grotesca del poder. Si Luis XIV resucitara y entrara en cualquier edificación de poder, sentiría un déjà vu. Solo que, en lugar de marqueses con pelucas, encontraría una legión de «honorables» de corbatas y sonrisas baratas, adulando al «ilustrísimo» de turno que, en otra época, habría sido apenas un recaudador de impuestos con ínfulas. En el trópico, el poder no se ejerce: se representa en una tragicomedia de besamanos y chambelanes que harían ruborizar hasta al más cínico de los cortesanos de Versalles. Aquí o eres un iluso que cree en las instituciones o un vividor que las desangra. No hay tercera opción. 

En esta pobre imitación de Versalles, las palabras no describen la realidad; la encubren. Un «distinguido congresista» suele ser un tipo cuya única distinción es haber evadido a la justicia con elegancia. Como los parásitos de Versalles, hoy son congresistas. Su ideología es un disfraz; su único principio, el oportunismo... la «prebenda». Se critican recíprocamente tanto «progres» como «fachos» pero gobiernan igual, y lloran por los humildes mientras sus hijos estudian en el exterior. Votan como borregos las peores idioteces de su amo urdiendo como cabilderos de baja estopa. 

Estos pusilánimes son cortesanos modernos: «don nadies» que descubrieron el hedonismo. Sus únicos méritos: manteles caros y vicios pagados por todos. Lapas que saben que cuando termine su Disney World de privilegios volverán al anonimato del que salieron. Unos van al Congreso vestidos como si fueran al gimnasio y otros como a una cena de consulado, pero todos sienten pánico de saber que este circo algún día terminará. Mientras están, tiemblan de miedo a que se acabe la mamadera de prebendas. ¿Nos representan estas lacras con sueldo de lujo que besan anillos y piden visa para Miami? 

No olvidar el «sumercé», esa deliciosa contracción colonial, es la clave de todo: una palabra que transforma la sumisión en cortesía y la bajeza en tradición, pero que está incrustada en el imaginario de un país presidencialista. Los títulos aquí son el barniz con oro falso de la mediocridad y no se ganan: se compran, se heredan o se improvisan. En la corte de los Luises, los nobles exhibían escudos de armas; en la nuestra, basta con imprimir «vocero de paz» en una tarjeta de presentación para justificar un séquito de asesores, vehículos blindados y dietas jugosas. 

En el siglo XVIII, los bufones entretenían al rey con chistes; hoy, estos arlequines lo hacen con discursos obsecuentes. Son esos personajes que cambian de principios más rápido que de camisa, siempre prestos a aplaudir con fervor ultraderechista o revolucionario —sin diferencias—, justificar con datos amañados o, en última instancia, desviar la conversación hacia algún enemigo imaginario. Su habilidad principal: convertir las metidas de pata del poder en «errores de contexto», las corrupciones en «malentendidos» y los despotismos en «liderazgos fuertes». 

Estos actores del ámbito digital no destacan por su talento, sino por su tolerancia a la exposición pública y su capacidad para adaptarse a situaciones diversas, desde negociaciones controvertidas hasta halagos a líderes con limitadas habilidades técnicas, a quienes algunos llaman «Grandes Estadistas». Los payasos enanos de la corte eran literales; los de hoy están empequeñecidos por la obsecuencia. Esta liturgia de poder con besamanos, pompa y boato «2.0» es puro servilismo anacrónico. 

Antes, los cortesanos besaban anillos; hoy, publican tweets con fotos de encuentros «fortuitos» en pasillos, acompañados de frases como «un verdadero honor». El ritual es idéntico: la genuflexión solo migró de las rodillas a las redes sociales. Las fiestas del pueblo de Luis XV los celebraba con bailes en el Salón de los Espejos; nuestros «ilustrados» y «expertos» organizan «foros sociales» en hoteles cinco estrellas, donde el pueblo es un dato estadístico en el discurso y un estorbo en la entrada. El menú es el mismo: hipocresía con un toque de champán y moda. 

Si en Francia la crisis se resolvía con «Que coman pastel», aquí será entonces «Que coman arepa... o peto». Los Luises tenían a Voltaire; nosotros tenemos a los «opinadores» de turno. Estos, seres que confunden un eslogan con un argumento y un tuit con un tratado de filosofía. Expertos en todo con un talento para lograr que otros ignoren. Y cuando el escándalo arrecia, ahí están ellos, con una sonrisa y otro sofisma de distracción que se convierte en tendencia. ¿Y el pueblo? ¡Ah, sí... ese detalle! 

La gran diferencia entre el absolutismo y nuestra democracia de mentiritas es que, al menos en Francia, el pueblo se hartó y sacó las guillotinas. Aquí, en cambio, nuestra máxima rebelión es compartir un meme con el hashtag #RenunciaYa y luego pedir domicilio en Rappi mientras los mismos de siempre se reparten el país. ¡Qué épica la nuestra! Allá la guillotina; aquí el botón 'me gusta'. Ellos inventaron el Terror; nosotros el trending topic. Su revolución duró diez años; la nuestra, lo que dura una batería de celular. 

Los franceses tenían a la Convención y el Terror; nosotros tenemos a la Registraduría y el «proceso electoral». Y mientras tanto, los «honorables» seguirán repartiéndose el botín, los «chambelanes» bailando al son que les pongan, y los pobres agradeciendo las migajas, con un «gracias a Dios», al final. Porque en este Versalles tropical, el único derecho divino que importa es el de la risa... aunque sea para no llorar. 

¡Esta es la eterna crónica de un pueblo que nunca aprende, pero siempre reincide, algo borracho, a las urnas... o aquellos que mejor deciden decir basta! —se abstiene del 42 % al 50 %—. Estos últimos sí que entienden la comedia de enredos donde los actores cambian de disfraz, pero el guion sigue siendo el mismo: adulación, nepotismo y una capacidad asombrosa para olvidar. En los palacios franceses al menos tenía el decoro de sus tapices dorados, aquí el oro se esfuma en contratos opacos, y los únicos hilos que se tejen son los de las marañas legales que protegen a los mismos torcidos. Porque no hay diferencia alguna en ideologías, son los mismos codiciosos y arribistas, tanto diestros como siniestros, que se deslumbran con esa cosita llamada poder. 

Los Luises tenían sus favoritas, esas que movían los hilos entre sedas y susurros... aquí también las hay, y, por cierto, muy bien enchufadas. Hoy no se regalan joyas, pero se firman cheques y aprobaciones para el saqueo. Y si antes las alcobas reales guardaban secretos, los despachos no se quedan atrás. De salir a la luz, solo derribarían el derecho al buen nombre. Pero claro, aquí las reputaciones tienen la vida útil de un helado al sol. 

Colombia se puede resumir así: Un día de indignación, dos de olvido, y para el finde ya nadie recuerda un carajo. El pueblo aquí no toma la Bastilla, pero se moviliza y cree que está haciendo un cabildo abierto. Eso sí, llegan en buses y toman refrigerios pagos por vaya a saber uno quien, los mismos que luego facturarán con favores la cortesía. Mientras la indignación del populacho sea instrumentalizada, el poder será eterno. Mientras un pueblo poco ilustrado siga alabando el culto a la personalidad, apague y vámonos. 

Como en las fiestas de las monarquías, el champán sigue fluyendo, los discursos siguen vacíos, algo poéticos e incendiarios. Allá quedó el Louvre. Aquí, el timeline de Twitter... y ni eso nos salva. Prometieron cambio y solo cambiaron los discursos. Se predicó amor, pero se sembró divisiones, creando una secta de fanáticos y un país de enemigos. 
 

  • Investigador en ciencias de la salud y observador de asuntos globales.
     
  • Para compartir esta columna, le sugerimos usar este enlace corto: https://acortar.link/rG82Mq

Notas:

1. Este es el espacio de opinión del Portal Universitario, destinado a columnistas que voluntariamente expresan sus posturas sobre temáticas elegidas por ellos mismos. Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de la Universidad de Antioquia. Los autores son responsables social y legalmente por sus opiniones.

2. Si desea participar en este espacio, envíe sus opiniones y/o reflexiones sobre cualquier tema de actualidad al correo columnasdeopinion@udea.edu.co. Revise previamente los Lineamientos para la postulación de columnas de opinión.

Z7_89C21A40L06460A6P4572G3385
Z7_89C21A40L06460A6P4572G3387
Z7_89C21A40L06460A6P4572G33O4
Z7_89C21A40L06460A6P4572G33O6
Lo más popular
Z7_89C21A40L06460A6P4572G3340