El final que nos espera
El final que nos espera
«Los profesores —a diferencia de los escritores, los deportistas y los presidentes— no estamos destinados a sobrevivir en las enciclopedias. A los pocos que han logrado acomodarse en esas páginas se les tuvieron en cuenta méritos singulares que no tienen que ver con preparar clases, hablar durante un par de horas ante un auditorio inconmovible o calificar trabajos casi ilegibles».
En las últimas vacaciones leí una novela que vine a conocer a última hora: Stoner —1965—, del estadounidense John Williams. Se trata de la historia de William Stoner, un profesor de la Universidad de Missouri. Sus padres campesinos lo enviaron al claustro para que se hiciera agrónomo, pero él acabó siendo, allí mismo, profesor titular de literatura. En cierto momento de su carrera, por pura honradez profesional, reprobó en un trabajo de curso y en su tesis a un estudiante mediocre y engreído, sin importarle que el tutor fuera Hollis Lomax, uno de los profesores más poderosos de la facultad. Por supuesto, Stoner pagó cara su audacia, pero precisamente eso lo convirtió en un mito viviente del campus: soportó con estoicismo, durante muchos años, las asignaturas más arduas y los horarios más descomedidos, hasta que su rival acabó deponiendo las armas. Le devolvieron su cátedra y dejaron de atormentarlo con el reloj, y el mismo Lomax, al hacer el brindis en su cena de jubilación, se vio obligado a reconocer el dedicado servicio de Stoner y la estimación de los colegas.
Los profesores —a diferencia de los escritores, los deportistas y los presidentes— no estamos destinados a sobrevivir en las enciclopedias. A los pocos que han logrado acomodarse en esas páginas se les tuvieron en cuenta méritos singulares que no tienen que ver con preparar clases, hablar durante un par de horas ante un auditorio inconmovible o calificar trabajos casi ilegibles. Es el caso de Ferdinand de Saussure: la historia quiso recordarlo por ser el autor de un libro magistral, el Curso de lingüística general —1916—, cuyas páginas no fueron escritas por él sino por Charles Bally y Albert Séchéhaye, dos de sus mejores alumnos. El mérito real de Saussure no fue escribir con lucidez, sino saber enseñar; sin embargo, al mundo y a la historia les interesa, en esencia, el libro. Sin él, Saussure dormiría en el olvido. De hecho, ese fue el destino de Stoner a pesar de su honradez intelectual: «Un estudiante cualquiera al que le viniera a la cabeza su nombre podría preguntarse tal vez quién fue William Stoner, pero rara vez llevará su curiosidad más allá de la pregunta casual […]; para los [profesores] más viejos, su nombre era un recordatorio del final que nos espera a todos, y para los más jóvenes es meramente un sonido que no evoca ninguna sensación del pasado». El narrador cuenta, de hecho, que al final de su propia gala de despedida ya nadie reparaba en el profesor.
Cuando yo estudiaba Antropología en la Alma Máter, en el primer lustro de los noventa, supe de la muerte de un Stoner del programa. Se llamaba Hernando Grisales y se había jubilado en 1988, tras más de 13 años de labor. Recuerdo muy bien estar parado frente a la cartelera del Departamento leyendo la nota fúnebre, y recuerdo, asimismo, que a mis espaldas se dolían Édgar Bolívar y Diego Herrera, profesores activos. Estaban conmovidos y, sobre todo, muy impresionados por la desaparición de quien había sido su compañero de trabajo, y cabe suponer que quienes habían sido sus estudiantes sintieron algo parecido cuando se enteraron. Pero para mí se trataba, apenas, de un sonido sin pasado; dicho con las palabras que son, yo sentía que se trataba —al menos para mí— de un hecho sin importancia. Sé que es crudo decirlo de ese modo, pero no tiene mucho sentido ser hipócrita en una columna de opinión.
A lo que quiero referirme, sin embargo, no es a la muerte sino a la jubilación de los profesores. Nosotros, por buenos o por malos, solo somos memorables para un número limitado de personas: los colegas que trabajan con nosotros, los estudiantes a quienes hablamos y las secretarias a las que recurrimos. Y nuestra imagen es y será tan perecedera como lo son estas mismas personas —a menos, por supuesto, que uno escriba otro Curso de lingüística general—. Aunque esto parece obvio, no lo es en ningún sentido. Los profesores adolecemos de un narcisismo insufrible. Valoramos excesivamente nuestro ejercicio y nos vemos, cada uno de nosotros, como un formador eficaz de las juventudes del país. Llegamos a creer que nuestras clases son poco menos que obras maestras de la oratoria o de la singularidad metodológica, suponemos que nuestras lecciones son fundamentos de la vida social, y, al pensar en nuestro retiro, llegamos a preocuparnos más por la universidad que por nosotros mismos. En los momentos más delirantes de nuestra egolatría sucumbimos al mal gusto de pensarnos imprescindibles. En suma, no estamos listos para ser despedidos con una cena gris y a ser olvidados a partir del día siguiente.
En lo poco que va corrido de este año se han jubilado dos colegas del Departamento de Antropología; dos profesoras, cuál más grata a mi corazón, sin que importen ahora las razones de ese aprecio. Apenas diré que su forma de irse vino a ser una comprobación de su sensatez y su calidad humana. Conscientes de que no eran personas de enciclopedia, eligieron salir por la puerta de atrás. Una de ellas apenas nos advirtió de su renuncia a un puñado de íntimos y luego se negó sistemáticamente a ser invitada a algún almuerzo o cosa parecida. La otra optó por no contárselo a nadie, y a quienes se enteraron por vía clandestina los obligó a apearse de aspavientos solemnes. Obraron bajo la convicción de que su partida solo les incumbía a ellas, y que era tan imposible como inútil tratar de cambiar esa lógica.
A mis dos compañeras quiero aclararles que su jubilación también tiene que ver conmigo y con dos o tres sentimentales como yo. Pero lo demás es indiscutible. Hay que saber ponerse en la parte sombreada de la historia, sin mortificarse en lo más mínimo. Stoner llegó a intuirlo: «Y había querido ser profesor, y lo fue, aunque sabía, siempre lo supo, que durante la mayor parte de su vida había sido uno cualquiera». No puede aspirarse a más.
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