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De la nada al todo: el político y su manual del saqueo

13/03/2025
Por: Luis Miguel Ramírez Aristeguieta. Profesor de la Facultad de Odontología de la UdeA*

«Cuando la gente se cansa y quiere rebelarse, el político ya ha diseñado la narrativa perfecta: o estás con él o eres parte del caos. O lo apoyas o te hundes en la anarquía. No hay término medio, no hay espacio para el escepticismo. Así es como logra que incluso aquellos que deberían odiarlo terminen justificando su existencia. La política es el arte de la estafa elevada a la categoría de necesidad».

La historia ha sido testigo de muchas profesiones que han caído en la obsolescencia con el paso del tiempo. El aguatero desapareció cuando llegaron las tuberías, los pregoneros dejaron de existir cuando apareció la imprenta, y los encuadernadores pasaron a ser reliquias en la era de las pantallas. Sin embargo, hay una «profesión» que no solo se ha mantenido, sino que se ha perfeccionado en su inutilidad: ser político

La diferencia entre cualquier otra ocupación y esta plaga de ladrones institucionalizados es que mientras el trabajador común debe esforzarse, producir y rendir cuentas, el político vive de la nada, cobra por hacer promesas que no piensa cumplir, acumula privilegios y se regodea en su farsa como si fuese el eje de la civilización. No resuelve problemas, sino que los administra a su conveniencia. Su mayor habilidad es simular que trabaja mientras exprime el erario sin el menor pudor.

Y no es que falten ejemplos. En cualquier país, sin importar su bandera o sistema de gobierno, los políticos comparten el mismo manual de cinismo. Primero, convencen a los ciudadanos de que necesitan ser gobernados por ellos porque son la opción menos mala, el mal menor, la única alternativa entre el abismo y la debacle. Luego, una vez electos, olvidan a quienes los pusieron ahí y se dedican a lo que realmente importa: llenarse los bolsillos, asegurarle puestos a sus allegados y blindarse legalmente para evitar la cárcel cuando las cosas se salgan de control.

En un sistema donde se mide la productividad de un trabajador por lo que produce o crea, el político es la anomalía absoluta. No produce ni crea nada. No desarrolla, no inventa, no mejora. Solo enciende su radiola de música verborrágica y sortílega. Sus sueldos son desproporcionados, sus prebendas inimaginables y sus pensiones blindadas. No es suficiente con pagarles por no hacer nada, también hay que sostener su séquito: escoltas, asesores, carros blindados, oficinas repletas de empleados que tampoco trabajan. Viven toda su vida así, heredando sus blasones a sus hijos —delfines— como si fueran títulos nobiliarios. El político es la élite parasitaria perfecta: sobrevive sin aportar nada y consigue que la gente lo defienda como indispensable.

Nada de esto es gratuito. El político ha perfeccionado un arte que lo hace irreemplazable: el engaño. Su verdadera profesión no es la administración pública, sino la manipulación de las masas con mentiras descaradas. El gran mitómano también sabe cómo encender pasiones, dividir a la gente, crear enemigos imaginarios y fingir indignación para distraer a los votantes mientras legisla en su propio beneficio. Usa el populismo como una zanahoria frente al burro, prometiendo cambios que nunca llegarán, soluciones que jamás implementará y reformas que solo existen en la retórica de sus discursos y en su desquiciante imaginación.  

Cada cierto tiempo, la farsa se reinicia. Se organizan elecciones con una coreografía predecible. Se presentan nuevos nombres, nuevos partidos, nuevos colores, pero la estructura es la misma: primero llegan los aportantes como moscas, legales y los no tan legales, para entrar en la hoguera de los beneficios futuros. Los votantes caen en la trampa, creyendo que esta vez será distinto, que ahora sí habrá un líder que se preocupe por el pueblo. Sin embargo, una vez en el poder, el ciclo se repite: el político sube al trono y, como si nunca hubiese prometido nada, se dedica a lo único que sabe hacer bien, que es enriquecerse y asegurarse de que su clan se mantenga en la cima, cueste lo que cueste, extorción, soborno, muertes. 

Pero hay algo aún más patético que el político: el ciudadano que lo defiende. No importa cuántas pruebas haya de su corrupción, cuántas mentiras haya dicho, cuántos escándalos lo rodeen. Siempre habrá una legión de idiotas listos para justificarlo. Dirán que es víctima de la prensa, que todo es una conspiración, que el verdadero enemigo es otro. Defienden a sus verdugos con una pasión digna de mejores causas. No entienden que la política es un negocio y que ellos son el combustible que mantiene funcionando la maquinaria del saqueo. Peor aún, su ceguera ni siquiera les representa retorno alguno, como los hinchas que se matan por una triste camiseta de fútbol.

Y lo más absurdo de todo es que el político ni siquiera necesita esconder su vileza. Los expresidentes en muchos países tienen pensiones vitalicias descomunales, escoltas pagados con dinero público y un aparato propagandístico que los mantiene vigentes. Los congresistas ganan sueldos exorbitantes por asistir a sesiones en las que solo calientan la silla o levantan la mano siguiendo órdenes. En Colombia, los expresidentes tienen derecho a escoltas, oficinas, carros y un equipo entero de asistentes de por vida. ¿Qué otro trabajo en el mundo le garantiza a alguien ser mantenido como una deidad después de jubilarse? Al fisco le puede llegar a costar 15 mil millones de pesos al año por proteger con 330 hombres a uno solo de estos impresentables y mantener este boato y pompa.  

La política ya no es un servicio, es la industria más rentable del planeta. No hay empresarios tan ricos como los políticos. Ninguna mafia maneja tanto dinero como el aparato estatal. No se necesita talento ni esfuerzo: solo una verborrea hábil, una imagen bien cuidada y un electorado ingenuo para caer en la trampa de alguna ideología.

En un mundo con una mínima lógica, el político sería visto como lo que realmente es: un parásito. Se eliminarían sus sueldos desproporcionados, se limitarían sus privilegios, se les exigiría resultados concretos y se les impediría aferrarse al poder. Pero eso nunca pasará porque el político ha diseñado el sistema a su medida. Él hace las leyes que lo protegen, controla a los jueces que podrían investigarlo y maneja a los medios que deberían denunciarlo.  

Y la pantomima de la confrontación entre políticos no es más que un teatro mal ensayado donde los actores juegan a ser enemigos mientras comparten la misma mesa. Se acusan con furia impostada, se rasgan las vestiduras en el Congreso, se insultan en debates, pero saben que es un juego de luces y sombras. Saben que la justicia es una tortuga artrítica con cataratas, que sus expedientes dormirán el sueño eterno en los archivos judiciales, y que cuando todo esté a punto de prescribir, un tecnicismo los salvará.

El cinismo llega al punto de que, cuando las acusaciones los alcanzan, se presentan como perseguidos políticos, mártires de un sistema que ellos mismos diseñaron para garantizar su impunidad. Los ves dando entrevistas, con la voz entrecortada, hablando compungidos e impostados de complots en su contra, rodeados de abogados que recitan códigos con la seguridad de que jamás pisarán la cárcel. Y el pueblo, en su ingenuidad, se alinea detrás de su corrupto favorito, vitoreando a su líder mientras le roba en la cara.

Cuando la gente se cansa y quiere rebelarse, el político ya ha diseñado la narrativa perfecta: o estás con él o eres parte del caos. O lo apoyas o te hundes en la anarquía. No hay término medio, no hay espacio para el escepticismo. Así es como logra que incluso aquellos que deberían odiarlo terminen justificando su existencia. La política es el arte de la estafa elevada a la categoría de necesidad. Y el político es el mejor estafador que existe: uno que, sin hacer nada, consigue que la gente lo mantenga, lo aplauda y lo defienda. Porque nada es más rentable que vender humo prometiendo que mañana será distinto.

Plus: votar es un acto de disonancia cognitiva, contrafáctico, contraintuitivo… un tiro en el pie.

  • Investigador en ciencias de la salud y observador de asuntos globales.
     
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Notas:

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