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Generales

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Manifiesto por la convivencia

La celebración del Día Clásico de la Universidad de Antioquia se realizó en el auditorio principal del Edificio de Extensión de la Universidad de Antioquia y fue encabezada por el rector John Jairo Arboleda Céspedes. Foto: Alejandra Uribe, Dirección de Comunicaciones.

Buenas tardes

A todos y cada uno de ustedes mi alegría y gratitud por acompañarnos en esta conmemoración universitaria que, dada su importancia institucional, la veo como el momento más oportuno para compartirles y proponerles una suerte de manifiesto por la convivencia. 

Los acontecimientos de los últimos tiempos nos convocan como habitantes de este planeta y de este país, y muy especialmente como integrantes de esta institución, a reflexionar sobre el papel social, político, ambiental y, desde luego, universitario que nos corresponde en el presente. 

Esta Alma Máter de Antioquia que hoy celebramos es una elocuente narradora de las más complejas confrontaciones y de las más esperanzadoras y motivadoras transformaciones que han marcado al país desde hace 219 años. Fue reclamo de provincianos en su origen; fue proyecto intelectual de la independencia; estuvo habitada por la lucha política y las guerras civiles; fue centro del proyecto educativo del Estado Soberano de Antioquia; protagonizó la reforma universitaria nacional; se reconfiguró como universidad de masas en la que se acunaron importantes movimientos estudiantiles, profesorales y sociales, que respaldaron las luchas por la inclusión y cambio político; hasta sus aulas llegaron también los actores, las víctimas, los duelos y las urgencias de explicar los porqués del conflicto armado; también, hacia finales del milenio, abrió sus puertas a los universalismos y multiculturalismos. Se instaló en las regiones y, en las últimas dos décadas, se consolidó como referente de calidad, al anudar su quehacer docente e investigativo, como núcleos del permanente servicio que le presta a la sociedad. 

Aunque simplificado en un párrafo, ese trayecto histórico es alentador frente a algunos pesimismos del presente. Resulta ilustrativa la capacidad que ha tenido esta Universidad no solo para tramitar reclamos sociales retadores, sino también para, a partir de sus propias soluciones, iluminar al resto de la sociedad en la búsqueda de salidas frente a esos y a otros reclamos.  
El profesor Héctor Abad Gómez señalaba que la humanidad, como un todo, es la verdadera protagonista y hacedora de la historia. Yo quisiera hoy, si se me permite, cambiar una palabra de esa potente idea, decir: “ La Universidad, como un todo, es la verdadera protagonista y hacedora de la historia. Como células que somos de este gran cuerpo universal humano, somos, sin embargo, conscientes de que cada uno de nosotros puede hacer algo para mejorar el mundo en que vivimos y en el que vivirán los que nos sigan “

Por ello, en este esbozo de manifiesto por la convivencia que hoy propongo, quisiera resaltar tres asuntos. El primero tiene que ver con el gran reto que nos plantea educar para la convivencia democrática, un concepto que la Comisión de la Verdad ha enaltecido como una pieza clave de esa paz grande que hoy vemos como uno propósito de país. Precisamente en nuestro Teatro Universitario —ese maravilloso espacio donde hace pocos minutos exaltamos y reconocimos a 90 de nuestros estudiantes más destacados acompañados por sus familias; en ese maravilloso espacio que algunos aciertan en llamar un lugar de nítidos ecos y testigo del tiempo—, recibimos el pasado 28 de julio a los comisionados que socializaron ante más de mil jóvenes el Informe Final de la Comisión de la Verdad. 

Repensar la convivencia democrática desde la universidad pública y la paz, implica que como sociedad en pleno asumamos las responsabilidades, heridas y cicatrices documentadas en ese riguroso proceso para el esclarecimiento de la verdad, la convivencia y la no repetición. E implica también reconocer los daños in situ que dejó el conflicto armado en la Universidad. De acuerdo con los informes de la Comisión, en más de 50 años de guerra fueron asesinados 600 estudiantes en Colombia, eso es, un estudiante asesinado por mes. Ese dato es apenas uno del universo de tragedias ocurridas entre 1958 y 2016 en todo el país: 50.770 secuestrados, 121.768 desaparecidos, 450.664 asesinados, 7.7 millones de desplazados. 

Estoy convencido, como nos lo dijo el presidente de la Comisión de la Verdad, que esta región es fundamental para materializar ese sueño añorado por tantos colombianos. «Si Antioquia no hace la paz, no habrá nunca paz en Colombia», nos recalcó el padre Francisco de Roux. Por ello, insisto en que como universitarios debemos asumir un compromiso mayor que nos permita plantear mecanismos, contribuir y restaurar esa convivencia democrática que, como lo advierte el Informe Final de la Comisión, significa “fundar una ética pública, una ética laica, compartida por al menos una inmensa mayoría que reconozca la igual dignidad de todos los seres humanos. Esto acompañado de una democracia que garantice el acceso pleno a los derechos de todas y todos. Solo sobre la base de este cambio, sustantivo y seguramente lento, podrá fundarse una sociedad en la que el respeto y la justicia sean el eje del desarrollo y de la vida”.

El segundo asunto medular que me gustaría que, en este Día Clásico, quedara resonando en sus oídos y convicciones universitarias, es la urgencia de Reconquistar nuestra capacidad de diálogo y deliberación argumentada con base en la confianza. 
En 2021 apoyamos un ejercicio liderado por seis universidades hermanas que se llamó Tenemos que hablar Colombia, una gran conversación que convocó a 5.000 colombianos. Cuando les preguntaron a los niños más pequeños qué les gustaría conservar, una parte significativa coincidió en la felicidad.  Del lado de los jóvenes, dos circunstancias sociales conjugaron sus percepciones: los impactos de la pandemia y las insatisfacciones sociales y políticas. Pese a ello, la rabia no fue su emoción predominante, fue la tristeza. 

Sí, nuestros niños están alegres y nuestros jóvenes están tristes. Ese hallazgo es sumamente revelador. Si le creemos a los niños, ¡y debemos hacerlo!, tenemos que actuar prontamente para que no se nos fugue la felicidad que nos queda como promesa de las generaciones que en un futuro habitarán nuestras aulas y campus. Si ponemos atención a la tristeza de los jóvenes, ¡como es nuestra obligación!, tenemos que garantizar con urgencia espacios de diálogo y de escucha que soporten a esas generaciones rotas y cargadas de incertidumbres y dolencias mentales. 
Tenemos allí un gran compromiso porque, además, en los hallazgos de ese gran diálogo social, las universidades fueron mencionadas como el actor que mayor confianza genera en los ciudadanos para impulsar las transformaciones que requiere el país. ¿Cuáles son esas transformaciones? Las propuestas ciudadanas son seis mandatos: Hacer un nuevo pacto por la educación; cambiar la política y eliminar la corrupción; transformar la sociedad a través de la cultura; cuidar la biodiversidad y la diversidad cultural; construir confianza en lo público; y proteger la paz y la Constitución. 

Expertos en esos y otros ámbitos, son el grupo de profesoras y profesores que están aquí con nosotros y que hoy reciben nuestras distinciones. Ustedes, a quienes saludo con afecto y admiración, encarnan un principio institucional que creo que hoy vale la pena recordar para reivindicar el papel fundamental que han tenido, tienen y tendrán nuestros profesores:  “Por su carácter difusivo y formativo, la docencia tiene una función social que determina para el profesor responsabilidades científicas y morales frente a sus estudiantes, a la institución y a la sociedad”.
En años recientes, algunos de nuestros investigadores sociales han indagado por qué en un Campus Universitario como el nuestro, habitado a diario por cerca de 25.000 personas de diversas condiciones socioeconómicas y en el que no hay presencia coercitiva y regulatoria de la fuerza pública del Estado, los indicadores de orden público como hurtos, confrontaciones y actos de violencia representan tasas muy inferiores comparadas con las de una ciudad como Medellín. 

Una de las explicaciones más firmes que han planteado tiene que ver, precisamente, con el rol contenedor que encarnan nuestros profesores. ¿Qué sería de nuestra Universidad sin sus profesores? ¡Nada! ¿Qué sería de ella si el uso de la violencia los acalla, atemoriza y disminuye su papel fundamental?  Precisamente en una reciente publicación titulada Género y violencias, hacia otra universidad, Carlos Alberto Giraldo —psiquiatra, profesor jubilado y representante de los egresados en nuestro Consejo Superior— plantea como fundamental no solo repensar las aulas como espacios libres de hegemonías, sino también restaurar la autoridad del docente, un llamado en el que coincido plenamente y que, a  mi juicio, no incumbe exclusivamente a los estudiantes, sino también a algunos profesores que con cuestionables conductas contribuyen a desfigurar el íntegro ejercicio pedagógico de los cerca de 8000 docentes que actualmente, con su trabajo, han llevado a esta Universidad a ser reconocida como una de las más respetadas y valoradas de Colombia y Latinoamérica, una universidad donde la formación humanista y transformadora, ha sido la investidura que ha hecho que nuestros profesores sean depositarios de una autoridad académica, científica y, fundamentalmente, social, ética y moral. 

Como tercer elemento —que en ningún caso representa un punto final de este esbozo de manifiesto—, quiero llamar la atención sobre el compromiso de cuidar de la Universidad y del otro, como si de sí mismos se tratara. Pocas instituciones colombianas despiertan un sentido de pertenencia de las magnitudes en que lo hace la Universidad de Antioquia. En los tiempos recientes han aflorado posturas que advierten que esta institución pierde su norte. Denunciar el dañino uso de la generalización, usando la generalización para configurar una suerte de «escrache» institucional es, a mi juicio, un contrasentido. A riesgo de desvirtuar este discurso con un informe de gestión, y más a modo de motivación quisiera recalcar, por ejemplo, que hemos alcanzado un 57% de avance en la ejecución del Plan de Desarrollo 2017-2027; hemos acreditado el 79% de los programas de pregrado acreditables; hemos vinculado a 123 docentes y 42 servidores administrativos mediante concursos públicos de méritos. Pese a la pandemia y «pospandemia» hemos reducido nuestras tasas de deserción por cohorte al 29.81% y de deserción temprana al 23%, tasas por debajo de la meta del Plan de Desarrollo; hemos generado programas y servicios para la permanencia estudiantil con la participación de 24.215 estudiantes; distintas acciones también han beneficiado a466 estudiantes con algún grado de discapacidad o pertenecientes a población vulnerables; y comprometidos con la construcción de paz generamos dos nuevos programas académicos:  el pregrado de Pedagogía en Ruralidad y Paz y el posgrado de Maestría en Conflictos, Paces y Derechos Humanos. Hace poco, un estudio de nuestra Vicerrectoría de Docencia, basado en el indicador conocido como «valor académico agregado» evidenció que la mejora en las capacidades y habilidades de nuestros estudiantes supera en cerca del 30 % a instituciones similares.

Así pues, aunque con total compromiso reconozco las complejas situaciones que en este momento nos retan, quiero invitarlos a ustedes, a todos los universitarios, a que no olvidemos cuál es la consistencia de la universidad a la que pertenecemos. Hoy, profesoras y estudiantes, con valentía y a través del diálogo abierto y argumentado, nos muestran caminos y nos hacen reflexionar sobre cómo podemos mejorar las capacidades, rutas y políticas institucionales para la prevención, detección, atención y erradicación de las violencias basadas en género y las violencias sexuales. El afloramiento de esta situación, no me cabe duda, desprende una valiosa oportunidad para reflexionar sobre las formas de relacionamiento que se dan en la Universidad, y cómo la transformación de ese relacionamiento se puede dar a partir de una corresponsabilidad que propicie mayor conciencia por el cuidado y respeto de sí mismos y de los otros, y también de la Universidad, de sus espacios y del ethos que la orienta, custodia y mantiene vigente y navegante. 

Desde los diferentes órganos de gobierno universitario, desde los diferentes estamentos y con el respaldo de la sociedad, continuaremos rechazado con vehemencia la instrumentalización de la universidad como escenario para justificar cualquier tipo de violencia, una acción que resulta bastante elocuente y en la que, lamentablemente, insisten unos pocos. Pese a ello, la gran mayoría de universitarios y universitarias no podemos perder la esperanza que nos inspira a actuar para que esas acciones se decanten finalmente ante el acuerdo de convivencia que nos ha sostenido por 219 años. 

Ese acuerdo que, como decía Carlos Gaviria Díaz, trasciende el mero propósito de formar profesionales. “La tarea de la universidad es formar buenos ciudadanos ―decía nuestro insigne profesor―, es decir, formar personas para la convivencia. Y formar personas para la convivencia es educar en la democracia. En Colombia no sabemos tener contradictores sino enemigos; el que no está conmigo es mi enemigo. Eso —advertía Gaviria Díaz—es filosofía fascista, la filosofía democrática es otra cosa, es educar para la convivencia”.

Muchas gracias.
 

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