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Opinión

Una guerra para todos

30/06/2020
Por: Andrés Restrepo Gíl ,egresado Instituto de Filosofía UdeA

«... La crueldad de utilizar un niño para la guerra no depende de la veracidad de las ideas que nos mueven a disparar. Ningún grupo, ningún hombre, independiente de lo que crea y de la fe que le otorgue a su verdad, puede detentar el poder de cercenar la vida de un infante...» 

Aunque Unicef reconoce que lograr una estimación precisa es difícil, se calcula que hay entre 250.000 y 300.000 niños en el mundo involucrados en grupos armados. La cifra es abrumadora. Con semejante número, uno podría imaginarse sin dificultad un ejército de niños camuflados, marchando a un mismo paso, hacia otro gran número de niños, igualmente uniformados y ordenados, ciegos y dispuestos, tantos unos como otros, a matarse.

Con tal cantidad de combatientes, uno tendería a creer que las guerras, nuestras guerras, están siendo consumadas, no por hombres fornidos y valientes, rudos y corpulentos, sino por endebles y frágiles infantes. Pero ¿qué sentido tiene insertar en un grupo armado a un ser que, por naturaleza, es frágil, endeble, dócil, si, como es sabido, la guerra es un evento esencialmente tosco, brusco y bestial?

La naturaleza de la niñez les hace, lastimosamente, bastante útiles para ciertas actividades que están implicadas en los conflictos y que, aunque no son tan esenciales como disparar, sí resultan importantes. Aunque no siempre somos muy conscientes de ello, los combatientes también comen y, en este sentido, los niños pueden ejecutar actividades dentro del campo de batalla, como cocinar, llevar mensajes, recoger leña y cargar ollas.

Algunas otras actividades pueden ser un poco más comprometedoras, como espiar o transportar armas. Y algunas otras, mucho más humillantes, porque de cuando en cuando alguien tiene que satisfacer las necesidades sexuales de los superiores.

Si acaso alguno de estos niños se negase a cocinar, a llevar armas o acostarse con los comandantes, aun le queda una alternativa o, por lo menos, así ocurre con Boko Haram en Nigeria: inmolarse. Aunque creamos firmemente en nuestras ideas y aunque repitamos con valor y orgullo que daríamos nuestras vidas por ellas, es más cómodo sacrificar la vida de un niño que no sabe muy bien lo que hace, o lo que va a hacer, sin necesidad de arriesgar con nuestro propio pellejo algo que bien podría afrontar un niño: entre enero y agosto del año 2017 fueron utilizadas las vidas de 83 niños como bombas humanas en Nigeria.  

Son tan seductores los beneficios de usar niños en la guerra, que ni siquiera las Fuerzas Armadas, encargadas de garantizar los derechos, incluyendo los derechos de los niños, se han privado de los beneficios que devienen de involucrar infantes en un conflicto. Las Fuerzas Armadas de nuestro país también han caído presa de esta seducción y no se han reservado el privilegio de utilizar niños en la guerra.

Todos los actores armados de Colombia han hecho de este conflicto una disputa vilmente incluyente, a tal punto que no tiene el más mínimo escrúpulo para resistir la tentación de respetar a aquellos seres que, a lo sumo, cuentan con apenas un par de años de vida.

Es claro que, en conflictos tan prolongados como el que padecemos en nuestro país, la situación se complica porque quienes hoy reclutan niños fueron, muy probablemente, niños soldados. Casi la mitad de los desmovilizados de las FARC tenían menos de 18 años cuando entraron a la guerrilla, lo cual nos induce a creer que hay una probabilidad muy alta de que los que hoy obligan a que los infantes hagan parte de las filas fueron, en su momento, obligados también a participar activamente del conflicto.

Sin embargo, es claro que hay una postura cobarde en aquellos que utilizan a los niños como escudo o como carne de cañón. Una postura cobarde, y cómoda, puesto que resulta más sencillo utilizar a un niño en primera fila, que arriesgar la vida de aquellos que son plenamente conscientes de lo horrible que es participar en una guerra.

La crueldad de utilizar un niño para la guerra no depende de la veracidad de las ideas que nos mueven a disparar. Ningún grupo, ningún hombre, independiente de lo que crea y de la fe que le otorgue a su verdad, puede detentar el poder de cercenar la vida de un infante.

Así, no podemos si quiera sospechar que es menos cruel que, amparados en los móviles ideológicos de las Fuerzas Armadas, los grupos guerrilleros o paramilitares, se utilice la vida de un infante para fines, independiente del grupo que lo haga, despreciables. Ningún actor armado se debe otorgar el privilegio de creerse propietario de una vida de la que absolutamente nadie es dueño.


Nota

Este es el espacio de opinión del Portal Universitario, destinado a columnistas que voluntariamente expresan sus posturas sobre temáticas elegidas por ellos mismos.  Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de la Universidad de Antioquia. 

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