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Opinión

El carnaval de la tristeza

30/10/2019
Por: Andrés Restrepo Gíl, egresado Instituto de Filosofía UdeA

« ...  La naturalidad con la que se golpearon los tambores mientras desmembraban personas o la alegría con la que se tocaban las gaitas y los acordeones cada que un corazón dejaba de latir, nos debe inducir a pensar que hay algo dentro de nuestras almas que está profundamente enfermo ... »

“Estamos en El Salado ¡no joda! Salgan, partida de guerrilleros, que todo el mundo se muere hoy” gritó uno de los paramilitares al entrar al corregimiento de El Salado, en el departamento de Bolívar.

Imagino, por lo que sucedería horas después, que el paramilitar pronunció aquellas palabras con un tono alegre y entusiasta, más que en uno amenazante y oscuro.

Afortunadamente, la profecía no fue del todo cierta, pues no toda la población fue asesinada. Aunque, lastimosamente, lo anterior no nos impide concluir que lo sucedido en aquel mes de febrero del año 2000 no tuvo ninguna clase de límites. Se demostró que la crueldad y la maldad del hombre puede llegar a alcanzar campos inimaginables, que parecen más ilusorios, que reales.

 Al final de la jornada y de la incursión paramilitar, que duró varios días, 60 personas perdieron la vida y 4000 individuos se vieron obligados a abandonar el corregimiento.

El Salado, entonces, dejaría de ser una tierra próspera y alegre para convertirse en un corregimiento abandonado, habitado solamente por un sinnúmero de malos recuerdos que difícilmente se pueden dejar en el olvido. El regocijo y el bullicio alegre y natural de los costeños de El Salado contrastaría notablemente con aquel pueblo fantasma, arrasado por la violencia, el miedo y el silencio de un lugar sin habitantes.

¿Cómo lograron los paramilitares incrustar en los habitantes de El Salado el terror y el miedo, mientras minaban la alegría de su gente y de su pueblo? La respuesta es, según mi punto de vista, bastante paradójica. La manera según la cual este corregimiento pierde la alegría que le era propia fue mediante una fiesta macabra de sangre, gaitas y tambores.

En otras palabras, el modo gracias al cual este caserío pierde su alegría y el disfrute de sus fiestas es, curiosa y paradójicamente, por medio de un carnaval en el que se celebró la muerte, la tortura y el dolor. Luego de la toma del corregimiento, algunos paramilitares entran en la casa de la cultura de El Salado, mientras se apropian de los instrumentos musicales para, posteriormente, celebrar la defunción de los habitantes. Al respecto, el testimonio de dos mujeres:

“Aquí habían mandado unas tamboras, acordeón, aquí había un grupo de gaita, habían mandado los instrumentos para que los pelados fueran comenzando a practicar, de todo eso se apoderaron ellos. En esta cancha, cuanto muerto caía, tocaban, tocaban, tocaban tambora, tocaban acordeón y todo, si cargaban grabadoras, porque en las casas había buenas grabadoras y hasta cogían las grabadoras, y todo eso ponían la música […] Cuando eso mataban, ellos tocaban, eso era una fiesta para ellos. Eso para ellos era una fiesta.”

Lo que ocurrió en El Salado resulta sumamente grave, pues los victimarios vivieron la masacre no como un acto violento mediante el cual se le despoja a un grupo de seres humanos indefensos de sus vidas, sino como una ceremonia que debe pintarse con colores festivos, mientras el ambiente debe ser propio de un carnaval. Hoy día se cuestiona el hecho de que el uso de los instrumentos haya sido cuidadosamente calculado.

Es decir, se duda de que los paramilitares hayan planeado previamente el uso de la música, mientras torturaban a los habitantes de la comunidad. Sin embargo, la espontaneidad con la que la tortura se celebró y con la que la muerte se ensalzó con música de fondo, es igual o peor de grave a una planeación estratégica.

La espontaneidad con la que se celebró la muerte de 60 personas debe ser, sin lugar a dudas, una muy buena razón para hacernos creer que la capacidad que tiene el hombre para infringir dolor es casi infinita. La naturalidad con la que se golpearon los tambores mientras desmembraban personas o la alegría con la que se tocaban las gaitas y los acordeones cada que un corazón dejaba de latir, nos debe llevar a pensar que hay algo dentro de nuestras almas que está profundamente enfermo.

Como resultado de lo anterior, sabemos que las consecuencias de esta masacre no sólo costaron vidas y desplazamientos, sino toda una transformación en el modo como las víctimas que sobrevivieron se relacionan con su cultura o, más específicamente, con su música: “Ellos [los paramilitares] se valieron de su perversidad para vulnerar esa esencia de la música.

"Ellos sí sabían que pegarle al corazón del pueblo iba a ser más doloroso, más contundente ese recuerdo y esa memoria de cuando escucharan un tambor”, asegura Soraya Bayuelo, víctima del conflicto armado. El vallenato, el porro y la cumbia sonarían a algo muy diferente luego de la masacre. El tambor, la gaita y el acordeón dejaron de ser instrumentos para hacer música y se convirtieron en herramientas crueles para recordar el suplicio y el tormento.

Pensadores tan pesimistas como Cioran, que sostienen que la vida es esencialmente sufrimiento, han encontrado en las artes una pequeña salida de la que gozamos los hombres para evadir el dolor innato del mundo: “Sólo la música es una «tentación»: porque solamente ella puede enajenarnos de las finalidades de la vida. Un profundo sentimiento musical resulta de la imposibilidad del hombre de realizarse en la vida.

La música nos «libera» de la vida, sirviéndose de aquellos que nos hace olvidarla.

Tristemente, lo que parece ser una liberación del dolor que contiene el hecho de estar vivos fue estropeado por la crueldad de algunos hombres, que se les ocurrió celebrar con música el lamentable acto de silenciar la vida humana.

Resulta sumamente paradójico que lo que para algunos pensadores pesimistas pueda ser precisamente la salida de ese sufrimiento innato del mundo, es para algunas personas una razón para revivir el dolor.  Sin embargo, es natural que las víctimas de El Salado tengan pavor al escuchar el sonido de ciertos instrumentos, pues ¿a quién no le sería difícil escuchar la música con la que torturaron a su hijo, a su madre o a su vecino?


Nota

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