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Opinión

Adiós a Peirce

14/06/2019
Por: Pedro Agudelo Rendón, profesor Facultad de Comunicaciones UdeA

« ...  Y en esas letras, en ese bosque infinito de signos, se la pasan los peirceanos, destramando, desenredando, traduciendo, buscando el origen de las ideas y esperando, si acaso, los sueños columbran imágenes y estelas fugaces por donde la vida se escapa o se tropieza con la muerte... »


Eres la tierra y la muerte.
Tu estación es la oscuridad
y el silencio.

Cesare Pavese

A un amigo filósofo: Fernando Mejía Gómez
In memoriam


Él, que surcaba los cielos y las estrellas y las noches claras al viento, garabateaba con sus manos diestras las formas de las letras y las palabras de aquello que sería —y acaso él ya lo tenía por verdad cierta—, una obra que cambiaría la historia del pensamiento. Hijo de un prestigioso matemático de la Universidad de Harvard, Charles Sanders Peirce se convertiría en el filósofo más notable de Estados Unidos y en uno de los más importantes pensadores del siglo XX.

Su mente deambulaba por los pasillos de la filosofía clásica, actualizando y reevaluando las ideas de Scoto, Ockham, Berkely y Hobbes. Se ufanaba de conocer de memoria la Crítica de la razón pura de Kant, y en sus lecciones sobre el filósofo Königsberg, suscribe varios conceptos que serán definitivos para la estructura filosófica que definirá el pragmaticismo.

“Lo que se conoce a partir de la experiencia —dice— se conoce a posteriori, porque el pensamiento viene determinado desde fuera”. Que algo determine otra cosa significa hacer diferente la circunstancia sin la cual algo no sería, como es el caso de la lluvia que al caer determina que el pavimento o el verde pastizal de una vereda constreñida en una región apartada del suroeste antioqueño se moje. Es por ello (por todo lo que reflexionó sobre las acciones y los efectos prácticos) que se le considera el padre del Pragmatismo.

Y hay quienes por ello (por todo lo que esto implica en la resolución lógica de situaciones y problemas en la vida real o en las construcciones lógicas), que algunos desdeñan sus ideas por áridas —dicen unos—, por espesas, densas y complejas —dicen otros—. Para algunos es el monstruo positivista, falto de creatividad que no ve más allá de los números y las formas del logicismo. Y sin embargo, esto no constituye más que el desconocimiento o una pretendida forma de entender que la filosofía se resuelve en la forma compleja de un enunciado escrito en francés.

Peirce fue un hombre creativo, y gracias a ello pudo escribir miles de papers que todavía hoy no han terminado —los especialistas, los semiólogos, los semiotas, los peirceanos, los peirciólogos o los peircistas— de traducir, transcribir o publicar. Y no solo escribió sobre lógica; también habló del amor, del amor evolutivo como una fuerza que mueve el mundo, del necesario trabajo comunitario en la ciencia y en la academia; reevaluó la estética —no del todo a su pesar— como una disciplina fundamental y base de la ética y de la lógica, pues lo primero que ha de ser son las cualidades del sentimiento, aquello que nos mueve ante el impulso, ante el deseo, ante la melodía o el concierto, ante la obra en el museo, ante un paisaje o un amanecer avistado desde un páramo.

Y escribió, también, algunos textos literarios, algunos sobre lenguaje y literatura. Intentó, podríamos decirlo, comprenderlo todo; y como la lógica no le bastó para este cometido, se inventó la semiótica y avistó en este paraje los íconos, los índices, los símbolos y toda variedad de especies sígnicas. Y un día decidió retirarse, después de los fracasos en las empresas que acometió, después de asociarse con un noble en decadencia, con un artista y un escritor para sacar usufructo de una idea que revolucionaría la modernidad; después de ser profesor, químico, astrónomo, matemático y de responder a la institucionalidad; después de viajar a Europa, aprender francés, escribir cientos de artículos y de separarse de su primera esposa.

Se fue de veraneante intelectual a una casita en Milford (Pensilvania), y allí vivió con su esposa Juliette y se dedicó a escribir sin parar durante 26 años… Viajó entre letras y palabras, seguramente recordando sus viajes a Europa, su visita a los horrores de la Capilla Sixtina, a las formas exageradas de Miguel Ángel…

Y un día decidió morirse, cuando el cáncer no quiso darle más prórrogas, cuando la tregua de tantos años de escritura ya parecía suficiente. Y hoy, otra vez, le decimos adiós en medio de las pesquisas níveas de sabios pensadores, en medio del sollozo como si acabara de morir, en medio de la algazara como si su barba de Cristo fuera un indicio de una reconciliación con la muerte. Pero la muerte siempre nos recuerda su sequedad, como cuando un ser querido nos dice adiós. Como cuando un filósofo amigo se muere y no te avisa ni de este lado ni del otro. A los filósofos las muertes, como la filosofía, les sale a pedazos.

Peirce deambulaba de un papel a otro, escribiendo, reescribiendo, corrigiendo sus viajas notas. La filosofía le salía a gotas, llena de signos y de íconos; índices maliciosos y símbolos atrancados en las conversaciones, en las conferencias de Harvard, en los trazos señeros de sus días más oscuros.

Así le salió la Parca en su último encuentro. Murió un 19 de abril. Ángeles y demonios se disputaron su alma, pero como siempre, se salió con la suya y se fugó en medio de las letras y los números, y en esa fuga casi perdemos sus ideas, dispersas en miles de hojas con sus letras garrapatudas, llenas de correcciones, añadidos, yuxtaposiciones, superposiciones. Y en esas letras, en ese bosque infinito de signos, se la pasan los peirceanos, destramando, desenredando, traduciendo, buscando el origen de las ideas y esperando, si acaso, los sueños columbran imágenes y estelas fugaces por donde la vida se escapa o se tropieza con la muerte para decirnos, una y otra vez —para revelarnos nuestra fragilidad—, para mostrarnos, una y otra vez —insistentemente—, las noches claras, esas noches en que contemplamos la languidez de nuestro espíritu en el espejo del firmamento.

Medellín, 19 de abril de 2019


Nota

Este es el espacio de opinión del Portal Universitario, destinado a columnistas que voluntariamente expresan sus posturas sobre temáticas elegidas por ellos mismos. Las opiniones aquí expresadas pertenecen exclusivamente a los autores y no reflejan una opinión o posición institucional de la Universidad de Antioquia.

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