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De pueblos originarios: cocinas, sabores y gustos

Luz Marina Agudelo Henao 

Antropóloga, Universidad de Antioquia 

En 1492 el mundo había cambiado para todos. Cristóbal Colón y sus embarcaciones habían arribado por primera vez a la isla caribeña Guanahaní, y tal encuentro entre las Américas y Europa supondría un intercambio fundamental en el campo de la agricultura, la alimentación e, incluso, de ciertos hábitos cotidianos. Pero desde antes de la invasión española, el territorio que ahora conocemos como Antioquia estaba habitado por pueblos originarios. Los Quimbayas, por ejemplo, estuvieron presentes en los actuales municipios de Abejorral y Sonsón. Para el siglo xvi, las comunidades indígenas pertenecían a dos grandes familias lingüísticas: los Chibchas y los Caribes. Los primeros incluían a los Ebéjicos, Urabáes, Cunas, Nores, Peques, Ituangos, Aburráes, Guacas y Sinifanáes, y estaban dispersos por el Golfo de Urabá. La segunda familia, por otro lado, era habitante de ríos y estaba conformada por los Nutabes y los Tahamíes, quienes se encontraban entre los ríos Cauca y Porce; por los Chocóes, ocupantes de las riberas del río Atrato y por los Pantágoras, quienes se asentaban alrededor del Magdalena1.

Cuando se indaga acerca de la comida de los antiguos habitantes de este territorio, encontramos un mundo agrícola diverso que posibilitaba una dieta variada, en la cual se encontraban tres cultivos fundamentales: granos, frutas y tubérculos. Dentro del primer grupo destacaban el maíz y el fríjol, alimentos que siguen siendo muy importantes en nuestra cocina regional actual.

Con el maíz, los indígenas aprendieron a preparar la arepa, los bollos, el tamal, la mazamorra, el claro y la chicha, la cual era el alimento básico de estas comunidades, pues –además del placer que les proporcionaba– les daba la energía necesaria para trabajar. Asimismo, esta bebida servía para fortalecer sus vínculos sociales colectivos (Saldarriaga, 2011). De igual forma, la adaptación del maíz trascendió lo alimentario; así, el capacho se convirtió en un apropiado elemento para envoltorios y las tusas servían para avivar el fuego de las cocinas y cuando se molían, las destinaban para alimentar a los animales. En cuanto al fríjol, los cultivos indígenas disponían de más de 46 especies, lo que les permitía tener abundancia todo el año.

Las frutas, que crecían espontáneamente monte adentro, fueron la base de las bebidas que siempre estaban presentes en celebraciones y rituales. Según el antropólogo Julián Estrada Ochoa (2017), entre las más comunes estaba el cacao, la papaya, el lulo, la guanábana, la guayaba, el anón, el aguacate, la ciruela, el mamey, el guamo, el tomate y el madroño, estando también muy presentes el chontaduro y el algarrobo en la dieta indígena.

Respecto a los tubérculos, en el territorio sobresalían la batata, la mafafa, la papa, la arracacha y la yuca dulce, siendo estas dos últimas aún muy vigentes en las cocinas antioqueñas actuales. La papa, por su parte, fue popularizándose en la comida regional hacia finales del siglo xix cuando empezó a cultivarse más en Sonsón, Santa Rosa de Osos, Yarumal, San Vicente, Rionegro y La Unión. Tanto estos como los granos, eran cultivados en las huertas, las cuales se hacían en un claro de monte con relativa distancia de las casas, pero que les permitiera a los indígenas estar pendientes de su crecimiento. 

El consumo de animales, por otro lado, también se hacía presente en las cocinas indígenas. Las faenas de caza y pesca les proporcionaban un grupo variado de reptiles, insectos, aves, peces y mamíferos. Entre estos abundaban zarigüeyas, armadillos, tapires, dantas, osos hormigueros, saínos, guaguas, venados, liebres, puercos de monte, perdices, babillas, bocachicos, bagres y tortugas (Restrepo, 2012), los que –cuando eran tiempos de buena caza– complementaban la dieta de nuestros ancestros. En la época prehispánica se utilizaban las técnicas de ahumado y salmuera como métodos de conservación, y para tiempos de escasez, utilizaron la cecina, lo que les permitía mantener las carnes en buen estado durante largos períodos. 

Dentro de este derrotero culinario también hicieron presencia cuatro elementos importantísimos en las comidas aborígenes del actual territorio antioqueño. El tabaco fue un producto esencial en los espacios religiosos y era fundamental para acompañar los rituales de ayuno que se hacían antes de las jornadas de pesca o caza y en el reparto de lo obtenido en estas dos labores. La coca, por su parte, tuvo un uso ritual y significaba un sustituto alimenticio que les proporcionaba energía para aguantar los largos viajes y los trabajos pesados. El tercer elemento fue la miel que, si bien no era tan común, los Sinifanáes y Titiribíes desarrollaron un sistema apiario a partir de la flor del guamo. El último de estos, y no menos importante, fue el achiote, utilizado por los pueblos aborígenes como condimento y colorante para sus comidas y elementos de menaje (Estrada, 2017). 

El universo de la cocina no sólo comprende lo que comemos, sino también qué objetos utilizamos para comer. En este sentido, el mundo vegetal proporcionaba una rica y útil variedad para fabricar el menaje desde tiempos antiguos. Así, encontramos que el algodón, el fique, la iraca, la guadua, la totuma, las macanas, las ceibas, las tolúas y los piñoles eran extraídos y cosechados con el fin de construir la utilería necesaria para procesar y servir la comida; dentro de este grupo, las hojas de bijao –junto con las del maíz– fueron una importante materia prima para hacer los envoltorios que siguen siendo parte de nuestras cocinas actuales.

De igual forma, la cacería de los animales ya mencionados les permitió crear utensilios a partir de los estómagos de mamíferos como venado y puerco de monte; los picos de las aves los adaptaron para sacar comida, y los huesos y caparazones de tortugas fueron las primeras cucharas para comerse sus preparaciones. Las piedras y cristales, por otro lado, se usaron para la creación de fogones, morteros, piedras de moler y hachas. 

Las mujeres indígenas eran las encargadas de preparar las comidas; molían, picaban, cernían y pelaban todos los alimentos que abastecían las cocinas familiares. Para la limpieza de los utensilios, utilizaban la tierra y la lejía; para sazonar, el ají, el achiote y la sal eran elementos infaltables, mientras que las técnicas de cocción habituales consistían en sancochar o asar: “las carnes de tanto animal de monte, despresadas en porciones, sólo tenían dos destinos: hacer parte del tamal o hacer parte del sancocho. Si por el contrario la pieza llegaba entera a la cocina, un rudimentario espetón en palo de guayabo la convertía en suculento asado” (Zambrano, 1998: 96).

Una característica general de los pueblos originarios del actual territorio de Antioquia –y de toda América en general–, era la importancia que se le daba a las fiestas de cosecha, nacimiento y muerte, pues en estas era fundamental la presencia de banquetes y comidas ceremoniales, en los cuales los fermentados cumplían un papel esencial y la comida se servía y compartía en abundancia colectiva. En otros momentos, el ayuno se consideraba vital como período de preparación para “las cosechas y [para] preparar el suelo para las siembras, en la iniciación sexual de la mujer joven y las jornadas de cacería o pesca, [y] en caso de expediciones guerreras o cuando quiera que la familia o el cacicazgo se sentían amenazados por fuerzas hostiles” (Zambrano, 1998: 95). Así, la comida fue –y sigue siendo– un mecanismo que, más allá de la supervivencia, conjuga la importancia de los conocimientos de un grupo social sobre el espacio que habita. 

En este sentido, entonces, era el año 1510 y el español Alonso de Ojeda llegó a las tierras conocidas actualmente como Urabá. Desde allí, los invasores comenzaron a entrar al territorio que había sido el hogar de muchas comunidades indígenas durante cientos de años. Como es bien sabido, la invasión resultó ser un encuentro violento donde se impusieron unas cosmogonías, formas de pensamiento y culturas sobre otras, provocando que el mundo de los pueblos originarios ya nunca volviera a ser el mismo. Los colonizadores trajeron consigo productos, técnicas y gustos que se sumarían a las cocinas indígenas; preparaciones como el tamal y el mondongo, tan comunes para nuestros paladares antioqueños, son ejemplo de la riqueza que proporcionó el encuentro de ambas cocinas. Asimismo, la influencia española no sólo llegó a las preparaciones, sino que también repercutió en los utensilios y demás elementos utilizados en los actos de cocinar y comer; pocillos, bandejas, copas, salseros, jarras, cubiertos, manteles y servilletas, así como horarios de comida y reglas de etiqueta, hacen parte de las herencias culinarias que dejó el encuentro entre europeos e indígenas.   

Finalmente, es preciso decir que este territorio ya estaba habitado por comunidades que habían desarrollado sistemas culinarios y preparaciones en sintonía con su entorno. Con la llegada de los españoles a la actual Antioquia, las cocinas, siendo espacios donde se disputan las identidades y las formas de concebir el propio mundo, se impusieron y acogieron para componer lo que actualmente comemos en esta región; seguimos siendo gente de maíz, fríjoles, amasijos, dulces de frutas, caldos y carnes que se conjugan en ricas comidas que son sincretismo entre lo nativo y lo traído desde el otro lado del Atlántico. 

1[En línea:] https://www.antioquiatic.edu.co/noticias-general/item/226-culturas-indigenas-de-antioquia.

Referencias bibliográficas

Estrada Ochoa, Julián (2017). Fogón antioqueño. Fondo Económico de Cultura, Bogotá. 

Restrepo, Sebastián (ed.) (2012). Carne de monte y seguridad alimentaria: bases técnicas para una gestión integral en Colombia. Instituto de Investigación de Recursos Biológicos Alexander von Humboldt, Bogotá.

Saldarriaga, Gregorio (2017). Alimentación e identidades en el Nuevo Reino de Granada siglos xvi y xvii. Ministerio de Cultura, Bogotá.

Zambrano Pantoja, Fabio (1998). Colombia país de regiones. Tomo i. CINEP.